Él y una historia de sedicente-escritor-busca-historia-que-contar visualmente mostrada con gran eficacia, buen ritmo y no poco talento, por cuanto recurre a una forma minuciosa de narración que, sin salirse de los cánones tradicionales y de un planteamiento estrictamente lineal, incorpora con sabiduría técnicas dramáticas —el teatro de sombras, por ejemplo, o el envoltorio agridulce de la comedia— que sirven para darle a la historia no sólo credibilidad y atractivo, sino también intención y profundidad. Y hasta «unos elegantes lejos simbólicos» muy sugerentes, como podría decir el profesor Francisco Rico con un empleo sustantivo poco habitual de la palabra "lejos".
En sustancia, y sin destripamientos,
El autor cuenta cómo Álvaro, un oscuro abogado que trabaja en una notaría, tras separarse de su mujer
(Maria León), escritora de bestsellers, decide entregarse en cuerpo y alma al sueño de escribir una gran novela. Al sentirse carente de talento, y guiado por los consejos de un profesor de escritura
(Antonio de la Torre), que le pide que ponga realidad, cercanía y valentía en sus escritos, se convierte en un auténtico
voyeur de la vida de sus vecinos y
trata de manipularlos a fin de poder crear una novela real como la vida misma. Y de escribirla, como le pide su profe, poniendo el ejemplo de Hemingway, «con dos cojones», lo que el aprendiz de escritor llegará a hacer literalmente.
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El escritor enfrentado a la pantalla en blanco.
Una curiosidad: alguien podría pensar que El móvil
del título de la nouvelle de Cercas alude al aparatito
que nos ha cambiado la vida y que tanto peso tiene
en las pesquisas del protagonista. Pero no es así.
De hecho, en la fecha en que se publicó por
primera vez la obra, en 1987, esta tecnología
aún estaba en pañales. El "móvil" de Cercas es,
por tanto, el de la intencionalidad de la acción.
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Realidad y ficción. La película podría haberse quedado sólo en una
aproximación a las neuras de quienes, tal vez no contentos con que el mundo «sea ansí», se empeñan en buscarle tres pies al gato y están todo el día dándole vueltas a lo que, obviamente, no tiene más que un único recorrido y un final previsible. Quizás, elevando un poco el tiro de las intenciones, y sin perder de vista
el universo feroz de cotilleo y vaciedad en que las redes sociales han convertido lo que antes se llamaba la vida social, pueda verse también como una
parodia crítica de la actitud de quienes no dudan en alimentarse de la vida de los otros para construir con esos bocados un simulacro de realidad que sirva para tapar los huecos de su existencia. Bajo el apetecible envoltorio de una divertida historia trivial,
El autor indaga en ese juego, peligroso donde los haya, que consiste en
levantar con pericia de cirujano la piel de las apariencias para ver qué esconden. O, dicho en términos más generales, en explorar
las consecuencias de vivir la ficción como si fuera real, aunque sin perder de vista que toda realidad es una forma de ficción.
Este juego de los límites, aunque aún nos pueda parece alambicado en su formulación paradójica
—el límite es también, y acaso antes que nada, una cuestión de lenguaje
—, es ya casi una obviedad desde al menos el
Quijote, aunque entre nosotros la lección tardara varios siglos en aprenderse. Viene
impregnando la mejor literatura y es el trasfondo común, con infinitas variantes, sobre el que se han construido las mejores novelas y, desde mediados del siglo XX para acá, casi toda la narrativa postexistencialistas, posmoderna y, finalmente, póstuma: ya es bien sabido que hace tiempo que
la novela ha muerto, y por tanto nunca gozó de mejor salud.
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El taller de escritura, donde se cuecen a fuego lento
las frustraciones del aspirante a novelista y toma cuerpo
su proyecto narrativo.
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Hoy todo eso, más allá de la constancia de algunos lectores supervivientes y recalcitrantes, es pasto, más que nada, de
talleres de escritura que tratan de enseñar a producir milagros, o a entretener la espera de la muerte que a todos nos atañe, con la práctica de una actividad noble, como es la escritura, que no resulta excesivamente cara ni, en principio, hace mal a nadie. Por eso es
un gran hallazgo de la película, respecto a la novela, la incorporación de uno estos talleres literarios, encabezado por un algo estirado pero eficaz profesor, al que da vida con justeza e impulso propio el ubicuo Antonio de la Torre,
con toda probabilidad el actor español más prolífico de la última década, y con papeles muy notables a su espalda. Además de para subrayar la actualidad del relato (situado en Sevilla en 2017), esa novedad sirve para darle a las imprescindibles formulaciones de teorías literarias una excusa pertinente y
un contexto creíble.
Otros estímulos. Con estos mimbres, la historia de un novelista que, al ir escribiendo su novela, no duda en modificar la realidad, incluso de forma inmoral, para que favorezca sus intereses creativos, se va desvelando como una indagación en la escurridiza condición de las normas morales, cuando la vida nos cerca con sus insuficiencias, al tiempo que el desarrollo de una leve y bien medida
trama policíaca, algo previsible pero con giros de interés creciente, nos sirve para que los espectadores permanezcamos atentos a la pantalla, no sólo preocupados por la salud mental del protagonista, sino por
la nuestra propia como sujetos capaces de comprender los estímulos del mundo. La pantalla es sólo una convención literaria más. Lo que en ella se cuenta nos concierne en primera persona. Al igual que ocurre respecto a todo texto creativo,
su escenario natural es nuestra conciencia. De todo esto nos habla también en voz baja la película, mientras nos entretiene con situaciones muy divertidas, con llamativos momentos esperpénticos, muy bien filmadas, y a menudo llenas de un costumbrismo crítico y no poca ironía.
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Adelfa Calvo, una revelación de la inagotable cantera de
actores de reparto con que cuenta nuestro cine.
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El reparto y una licencia. Junto al espléndido e inolvidable peso que Javier Gutiérrez tiene en esta película, es muy notable, en el
papel coral del resto de los personajes, el regalo que supone la interpretación de una para mi inédita
Adelfa Calvo, que da vida a una de las porteras más cabales y completas que hayamos visto en nuestras pantallas y que incluso tiene su perfecto «momento Almodóvar» con una emotiva interpretación de la pantojiana
Se me enamora el alma (composición, al igual que el resto de la muy adecuada banda sonora de
José Luis Perales, auxiliado por hijo). Una interpretación en la que pone de relieve su experiencia como cantante... y acaso también su condición de nieta de
—ahí es na— la Niña de la Puebla. Revisando su filmografía, resulta que ya nos hemos cruzado con su trabajo en películas tan destacadas como
Biutiful (2010) o la ya mencionada
La isla mínima (2014), además de su al parecer reiterada participación en algunos seriales televisivos. Confieso que hasta ahora no había reparado en ella. No sería extraña su presencia en los Goya. Bueno, en realidad, lo extraño sería que
El autor no figure entre
las películas que dentro de unas semanas acumulen más candidaturas. Al tiempo.
¿Alguna pega? Alguna se me ocurre. Pero la principal es sólo un capricho de espectador al que también le gustaría poder modificar a veces aquello que ve, como hace un escritor con sus personajes. Si eso fuera posible, de muy buena gana me las hubiera apañado para, en un giro no inconsistente del guion,
cargarme al cargante profe de escritura. Un tipo tan viscoso e interesado, tras su apariencia de monitor elocuente, que está pidiendo a gritos un machetazo. Claro que, a la vista de por dónde salen a veces los personajes y qué efectos tienen sus rebeliones, tal vez no fuera una buena idea.
Al salir de la sala, tan sorprendido como también anestesiado por lo previsible de un final perfecto, me asaltó la idea de que existe cierta simetría entre
El autor y
la última película de Jim Jarmusch, Paterson: lo que esta segunda supone de indagación en el territorio de la
poesía es similar a lo que desarrolla en relación con la
novela el quinto filme de
Manuel Martín Cuenca, máximo responsable del filme y director por cuyo cine hasta ahora no había sentido mucho interés, si se exceptúa su adaptación de
La flaqueza del bolchevique, que vi en la tele y no me convenció
. En ambos casos,
Paterson y
El autor, el asunto de la literatura y su engarce con los hechos cotidianos están planteados desde el punto de vista de la «inocencia» del autor (aunque habría que señalar diferencias en la actitud de uno y otro personaje). O, por decirlo de otra forma, de alguien que se acerca al hecho creativo sin otro interés que el de buscar la felicidad y dejar testimonio de ello. No es poco.