La emoción del fútbol, más que la de ningún otro deporte (aunque haya otros de mayor plasticidad y belleza), tiene estas cosas: no sabes por qué pero te llena de una alegría que parece infinita. Infinita y acaso deleznable, por lo gratuita o injustificada e incluso intempestiva. Desde que tengo uso de razón, el Athletic es mi club, una afición que heredé directamente de mi padre, y es de él de quien hoy más me he acordado en esta noche memorable. Es la mía una afición que ha superado vicisitudes y confusiones, incluidas las políticas, largas travesías del desierto, incluso algún que otro periodo bostezante..., por no hablar de esas miradas conmiserativas que en más de una ocasión ha habido que soportar de los hinchas de los equipos «grandes» (ya sé que volveremos a vivirlas). En fin, unas sensaciones que, al ver hoy el espectáculo incomparable de San Mamés, me han llevado de lleno a las mismas emociones de aquellos años, mediada la década de los sesenta del pasado siglo, en los que soñaba con los goles de Fidel Uriarte (¡también él metió una vez 5!), las paradas y el saber estar de José Ángel Iríbar, la elegancia de Chechu (o Txetxu) Rojo, apellido este último que era también el de Antonio de Rojo, el añorado cronista del Carrusel deportivo que daba noticia de los goles desde «la Catedral» y sobre el que ya he contado aquí alguna anécdota personal. Precisamente en la Cadena Ser oigo al gran Forges recordando una alineación mítica del club (Carmelo, Orúe, Garay, Canito...), que también yo me sé de memoria. En su buen sentido me amparo para disfrutar aún más de estos momentos.
¡Aúpa Athletic!
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Los «leones» de mi infancia en cromos que yo también coleccioné: imágenes desvaídas en la pantalla pero frescas en la memoria. |