Playa Macenas. Foto: Sala2500. |
(Arenas, piedras y pirámides en torno a Mojácar)
Del primer viaje por las costas de Almería como padre recuerdo especialmente la estancia en el «Pueblo Indalo», a orillas de Mojácar, uno de esos complejos hoteleros familiares concebidos a modo de pequeña población autosuficiente, combinando con cierto buen gusto comodidad y sencillez, aunque siempre bajo la amenaza de la estabulación y la ola expansiva de vulgaridad que suele traer consigo el turismo de masas. Pero entonces, primeros años noventa, aunque ya se había iniciado el desastre urbano del litoral, la situación aún resultaba soportable y era un verdadero placer ir, de Mojácar a Garrucha y, sobre todo, hacia Carboneras, en busca de las playicas y calas diseminadas por los alrededores, a lo largo de un paisaje semidesértico sembrado de breves oasis, blancos casetones en medio de la nada con chumberas, alquerías audazmente empinadas sobre promontorios de vistas inefables, y entre caminos que se adentraban hacia el mar al pie de ramblas bien marcadas, algunas de las cuales no tardarían en ser traicionadas y también, ay, en vengarse. Marina de la Torre, El Cantal, Cueva del Lobo, La Rumina, El Sombrerico, Sopalmo... son algunos de los nombres que aún resuenan en mis oídos, sin olvidar el del después tan polémico El Algarrobico, santo y seña de los intereses duramente enfrentados en una lucha tan desigual como absurda: el polvo (literal) de los lodos actuales. En fin. No puedo dejar sin mencionar la singular Playa Macenas, con su castillo vigilante y su relieve megalítico sobre la arena gris, con zonas bien empedradas y unas aguas suaves tan transparentes en mi memoria (seguramente exagero), que se me saltan las lágrimas al acordarme. Y todo bien atado y resumido en un nombre de resonancias clásicas, Ma-ce-nas, que no sé bien por qué, tal vez por contrapunto, siempre asocié con el singular Valle de las Pirámides que se divisa desde el alto balcón de Mójacar, hacia tierra adentro, uno de los muchos atractivos de ese dédalo encumbrado que es la supuesta patria chica —pura leyenda urbana— de Walt Disney. Desde aquellos días —tal vez ya a raíz de algún viaje anterior: puede que en ruta hacia las Alpujarras— me acompaña como uno de mis símbolos preferidos la singular figura del Indalo, el hombre que sostiene el arcoíris, o la cúpula celeste, y en el que algunos estudiosos han visto un precedente del hombre de Vitruvio de Davinci, sobre el que probablemente volveré otro día y en otra playa.
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