No hay que buscar ninguna razón especial para saber por qué La Bamba nos encanta. Es así desde la primera vez que la oímos, niños aún, quién sabe dónde y del todo ignorantes de que quizás estábamos oyendo la primera versión en lo latino de algo parecido a lo que acabaría siendo el rock. Fue mucho después cuando nos aprendimos el nombre de Ritchie Valens, y mucho más tarde aún cuando el cine nos vino a recordar la meteórica y triste carrera del joven cantante, fallecido en el mismo accidente aéreo en que murieron Buddy Holly y The Big Bopper, el fatídico 3 de febrero de 1959, desde entonces conocido como «el día que murió la música». No hace falta nada de eso, ni hurgar en las lagunas de la memoria o en los laberintos de la red, para sentirnos plenamente interpelados e incluidos en ese ritmo que, cada vez que nos alcanza nos da de lleno en el músculo del placer. «¡Y arriba, y arriba!».
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