(Al filo de los días). Que el teatro de Valle-Inclán, y de forma muy destacada «Luces de bohemia», sigue manteniendo todo su poder revelador y fascinante volvió a evidenciarse en la tarde-noche del lunes (24 abril) en el Ateneo de Madrid, la docta, bicentenaria y muy activa institución tan unida al escritor gallego, pues no en vano fue su presidente en 1932. Con un salón de actos abarrotado, la lectura dramatizada de la obra que muchos juzgamos como el mayor logro de nuestro teatro contemporáneo —en pocas opiniones literarias e incluso artísticas hay tanto consenso— bien puede considerarse ya una de sus representaciones memorables, tanto por la calidad del elenco organizado y dirigido por Miguel Rellán como principalmente por lo eficaz y vigoroso de una propuesta de lectura que puso en primer plano, aún más que otras funciones digamos “usuales”, el verdadero nervio de la pieza: la grandeza artística de su lenguaje, su prodigiosa escritura.
Es sabido que la obra maestra de Valle conjuga diversos registros retóricos, desde lo alambicado y ampuloso hasta la brillante retranca de lo popular, y que, en una especie de asedio poético maravilloso y magistral, recala en espacios muy íntimos y complejos de expresividad, lo que hace que, además de una muy lúcida radiografía (o reflejo especular) de algunos de los problemas intemporales de España, la pieza sea también un retrato íntimo, preciso, compasivo, de la condición humana sometida al peso implacable de la injusticia y el inevitable desengaño. Valle-Inclán supo retratar en “Luces de Bohemia”, y con enorme maestría, el interminable juego de las apetencias sociales, el oprobio de la injusticia y el descarnado combate que la lucha por la vida y la dignidad suscita en unos personajes que, antes que símbolo de nada, son seres humanos de una pieza y a la vez singulares creaciones verbales que evidencian cómo el arte de la palabra es capaz de poner en pie un universo autónomo donde, como por añadidura, se ventilan algunos de los problemas intemporales de la conciencia humana enfrentada al inaplazable deseo de comprender su condición. Y todo ello en medio de una realidad sórdida o, por decirlo con la triada clásica, “en un Madrid absurdo, brillante y hambriento”.
El trabajo de lectura intensa, con mínima pero esencial apoyatura escenográfica, fue posible gracias al esfuerzo de un reparto estelar encabezado por Lluís Homar (Max Estrella) y Manolo Solo (Don Latino), con Carlos Bardem como lector de acotaciones, y con una treintena larga de actrices (Beatriz Carvajal, Luisa Martín, María Garraló… ) y actores (Javier Gutiérrez, Antonio Gil, Pepe Viyuela, Pepón Nieto, Miguel A. Muñoz…) que rayaron a gran altura y convirtieron la tarde abrileña en una ocasión inolvidable: un verdadero hito en los ritos valleinclanianos. Sobresaliente fue la aportación musical del trío Arbós (piano, violín y violonchelo), con una selección de fragmentos de zarzuelas y otras obras del todo acordes con los diversos momentos dramáticos e interpretados de forma nítida y magistral.
En resumen, todo un disfrute, que debo agradecer a la generosidad de Concha D'Olhaberriague, conocedora y amante de nuestros clásicos y ateneísta destacada. Pudimos felicitar al final a Miguel Rellán y por él nos enteramos de que, si bien la ocasión será irrepetible, sí se podrá acceder en algún momento a su grabación. Habrá que buscarla.
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