Alexandre Le Carpentier: Dando de comer a las gallinas. |
De todos los animales con los que convivíamos en el Corralón —caballos, mulas, palomas, conejos, algún corderillo, ay, gatos..., ningún perro: papá los temía—, los más peculiares siempre me parecieron las gallinas. Me encantaba ir a recoger sus huevos, meter la mano en los nidales calientes (no siempre salían limpias) y, sobre todo, observar sus cocómicos andares, que a veces me dedicaba a imitar durante un rato, antes de cocorrer tras ellas para espantarlas y verles aquellos remedos de vuelo entre aleteos torpones. Hubo, sin embargo, un hecho que las elevó para siempre en mi coconsideración: cuando descubrí que eran las protagonistas de una adivinanza que me enseñó alguien —quizás la señora Anselma— y que aún me sigue pareciendo muy divertida. Decía: «Una señorita muy enseñoritada cocon muchos remiendos y ninguna puntada». Desde entonces las gallinas, hasta su cacasi olvido reciente, me han parecido una especie de zíngaras vestidas cocon múltiples sayas, asaz pintorescas, requetevistosas, provistas de una peculiar cococoquetería y cacapaces de las más imaginativas acciones. Menos mal..., porque me ha tocado vivir esta nueva reencacacarnación con su plumaje.
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