(En el margen saltado, escribo de lo que pasa.) La deriva de la situación política conquista cotas que hasta hace poco parecían terreno exclusivo de los espectáculos de feria. Tot és possible. Parece oírse un grito de otro tiempo incrustado entre las cámaras ocultas de televisión que retransmiten sin cesar las ceremonias propias de los días obtusos que nos está tocando vivir. Las palabras de los políticos (de casi todos y de casi todas) son como trenes que caminan por raíles de vía estrecha: todo parece sometido de antemano al arte de hablar sin decir nada. No es fácil encontrar la salida en una situación en la que comienzan a complicarse las posibles soluciones por incomparecencia del sentido común, o porque su puesta en práctica parece crear más problemas que cuestiones resuelve. Es un consuelo que al menos la gramática nos ofrezca la posibilidad de construir frases con sentido. Y que un buen uso del ritmo narrativo haga posible que las piezas del puzle verbal encajen sin excesivos chirriamientos, aunque este último sea uno (quiero decir: si se exceptúa este último). No es inane la imagen de que es preciso llenar el tiempo de apariencia de duración para que la realidad espacial se sostenga y la tramoya no se venga abajo. Ningún político pondrá nunca en entredicho su condición de títere de un teatrillo cuyos hilos manejan intereses diversos, incluidos los apenas confesables. Tampoco estamos ya en tiempos en los que podamos creer en la inocencia, qué tontería. La capacidad para seguir representando la propia impostura sin desfallecer a causa de las grietas del maquillaje no es en sí misma una virtud. Pero sin duda contribuye a que pueda seguir la función.
(Tiempo contado, lunes 11, enero 2016, 10:06 am)
Ilustración
Marc Chagall: El caballo de circo, 1944.
2 comentarios:
Comparto tu percepción y tu desánimo: los días que vivimos no podrían ser más obtusos; o tal vez sí, si recordamos que en esta fiesta del despropósito están afortunadamente ausentes los bizarros guerreros euskaldunes, tan hábiles con el tiro en la nuca.
Invisibles, de momento, las pistolas, lo que queda es la abismal mediocridad de la gran mayoría de los hombre y las mujeres, que ya no nos molestamos en ocultar con artificios sociales o culturales más o menos eficaces, sino que parece constituir un valor en alza, por no decir el verdadero valor que caracteriza este fin de ciclo de nuestra sociedad. La estupidez presente en el Congreso de los Diputados o en el Parlamento de Cataluña es la misma que podemos ver en los programas de TV, en el patio de butacas de los teatros, en las comunidades de vecinos, en las galerías de arte o (como tú bien sabes) en el mismísimo mundillo editorial. ¿Por qué los políticos, salidos de nuestras propias filas, deberían ser diferentes?
Buena pregunta, amigo Navajo. Se contesta por sí misma. Al final, tu inveterado pesimismo (o realismo bien informado, como sostienen algunos humoristas) sobre la condición humana va a tener razón. Y de qué modo. Mi escrito, salvo un plural en algún lado, es anterior a lo ocurrido en la inauguración de la nueva legislatura en el Congreso. Escribí al hilo de la ceremonia catalana del domingo, que absorbí casi completa en estado diría que de trance (tal vez esa toxicomania lo explique todo). Sobre lo del Congreso, lo primero que se me ocurrió pensar es en lo mismo que tú apuntas: la llamada televisión basura (un hito de su origen sería aquella "Tómbola" valenciana de los noventa) se fue apoderando poco a poco de los platós hasta imponer como género el chillido y el mal gusto, de forma muy especial en algunas tertulias políticas en la que han conquistado buena parte de su popularidad algunos de los nuevos líderes refrendados por las urnas. Ahora ese estilo parece haber saltado también al Congreso: hay modales y formas, también gestos y gesticulaciones, que lo evidencian. La cosa no sería grave si simplemente fuera un cambio de estilo. Pero me temo que el asunto va más allá. Aunque aún es pronto para decirlo. Con todo, querido amigo, no cabe descartar que la causa de este nuevo desconcierto (¿o es el mimso?) esté también en nuestros ya muchos años, y en el hecho de que nuestras entendederas empiecen a acusar los efectos de una prolongada exposición a vicios que son ya verdaderas antiguallas: ver las cosas dos veces, pensar antes de hablar, poner en relación... No hay, tampoco, que dejar de manejar, aunque suene pomposa, la variante del posible cambio de paradigma de la cultura humana, de tal modo que lo que en realidad se esté produciendo, sin que nos demos cuenta, sea una adecuación a los usos políticos y ciudadanos de algunos principios de la física cuántica que sostienen que las cosas pueden ser y no ser, estar aquí y allá a la vez, llegar al final sin pasar por el medio... No bromeo (o no del todo). Estos tiempos exigen un esfuerzo extra de compresión, especialmente por la complejidad que en ellos han introducido las nuevas tecnologías. Y habrá que hacerlo. Aunque eso no nos garantice que al final del viaje, o en cualquier estación de tránsito, no volvamos a toparnos con los muros infranqueables de la estupidez en cualquiera de sus múltiples, infatigables y mostrencas formas.
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