miércoles, 27 de noviembre de 2013

Palabras para La luz se calla

El poeta Pedro Tenorio durante una lectura. Foto tomada de aquí.

La presentación, en la Biblioteca "José Hierro" de Talavera, de La luz se calla, el nuevo libro de poemas de Pedro Tenorio, fue un acto emotivo y alegre. Dory Manzano, la directora del centro, creó con sus palabras de acogida un clima propicio que el editor de la obra, Santiago López Navia, alma máter de Ediciones de la Discreta, aprovechó para presentar brevemente los objetivos de su proyecto editorial (ya con un extenso catálogo), antes de subrayar la importancia poética del libro de Pedro, publicado en la «Colección Bastardilla»: «Es uno de los más importantes y estremecedores poemarios aparecidos en los últimos años», vino a decir.  En mi intervención leí un texto, del que abajo ofrezco un amplio resumen. Después, el poeta leyó una selección de poemas del libro y, como colofón, Luis Martín Gil, del grupo de rock talabricense Lobos Negros, interpretó una canción basada en textos de la obra. Con el aforo del salón ampliamente sobrepasado, el acto fue una muy agradable reunión en torno a las palabras de un libro que logra transformar en un canto de gran belleza y lucidez una experiencia dolorosa.

He aquí su primer poema.

PLANTO
  
Por sus aguas corrientes los cristales más turbios
te han conducido, amor, hasta el Atlántico.
Ni emergiéndote pude rescatarte,
ni pude detener tanto caudal
a brazadas exhaustas,
ni abrazado a tu muerte, pelo a pelo,
pude alcanzar a las estrellas blancas.

Si saltando hacia ti tras las luciérnagas
acuáticas, rotundas,
fuera a vivir contigo
la hermosa latitud que ocupas descompuesto,
la encarnada bondad con que lo invades todo,
si sintiera tu pálpito y no el mío,
me habría ido a tu lado
a acariciarte siempre.

Pero es un gesto inútil:
viviendo te recuerdo y te revivo,
y te maldigo ausente y me resigno,
porque es un gesto injusto
el tajo de tu vida.

Por sus aguas corrientes los cristales más turbios
te han conducido, hijo, hasta la muerte.
Ola a ola. Y tajamareando
puente a puente
los paisajes del río y sus riberas,
no podrás ser, amor, sino mi muerto,
sino mi ocaso y noche,
sino mi ausencia
y boca a boca desbocada de la luz.

Porque es verdad que alumbras
fundido en las estrellas,
en las corrientes aguas puras…

© Pedro Tenorio




 Extracto de la presentación

«Un poema no existe si no se oye, antes que su palabra, su silencio», escribió José Ángel Valente, en una expresión que lo vincula con la poética de Octavio Paz. Si ese poema (ese libro) se llama La luz se calla, puede que la oportunidad de traer a cuento esa cita sea aún mayor.

Dicho esto, quiero manifestar antes que nada mi alegría por estar aquí acompañando a Pedro en este acto que sé que para él tanto significa. Y también el honor que supone actuar, en cierto modo, como innecesario embajador de La luz se calla, un libro de poemas a cuyo proceso de creación, al menos en su fase final (pues tengo la impresión de que este es un libro de muy largo recorrido), he tenido la suerte de poder asistir.

Todavía deben de andar por algún disco duro malherido, o en alguna de esas memorias portátiles tan útiles que son los pendrive, la breve pero intensa correspondencia que mantuvimos sobre la obra, en diversos momentos: siempre con el asombro como respuesta por mi parte. Supongo que de algo que en alguno de esos correos electrónicos le comenté nacería la ocurrencia de Pedro de pedirme que le escribiera el prólogo, tarea tan arriesgada como comprometida, pero que llevé a cabo con la mayor aplicación que pude.

Lo que pudiera decir sobre el libro ya lo he contado en ese prólogo, y ahí está a disposición de quien tenga curiosidad. Aunque, como digo también en él, lo mejor será que el lector vaya directamente a la obra, sin intermediarios ni entretenimientos. [...] Entre las muchas definiciones que se pueden dar de la poesía, desde hace ya algún tiempo he hecho mía la que afirma que «poesía es lo que no puede decirse de otra forma», de ahí su carácter insustituible, y la inutilidad de pretender verter lo que un poema dice en otro recipiente que no sea él mismo. Pero por fortuna o porque no hay más remedio que hablar, sí cabe el comentario, la glosa, el merodeo por los alrededores. Y a eso es a lo que ahora me aplicaré, muy brevemente.

La luz se calla es una obra que justifica toda una vida. Puede que esta frase suene un poco hiperbólica, exagerada. Pues bien, doblaré la apuesta: La luz se calla es una obra que justifica, al menos, dos vidas: la de quien es, y subrayo el presente, es el principal destinatario de esta singular elegía por el hijo muerto (pues de esa experiencia se trata), y la de quien ha sentido la necesidad y ha tenido la valentía de escribirla. Pero estas justificaciones, con ser muy humanas y emotivas, desde un punto de vista artístico serían irrelevantes si no estuvieran acompañadas y encabezadas por una nueva y decisiva razón, que es, además, la que motiva que hoy estemos aquí celebrando un acto literario. La luz se calla tiene, por encima de todos los demás, el mérito de ser una obra de arte de la palabra: una forma singular de convertir el llanto en canto y de hacerlo mediante el ejercicio de una gran capacidad para crear verdadera emoción.

El hecho de que en español (ni en otros muchos idiomas) no haya una palabra para definir esa especie de “orfandad a la inversa” que supone la pérdida de un hijo acaso esté en el origen inmediato de este libro. Una palabra ausente, cuando uno cae en la cuenta, siempre abre un interrogante. Esta es una experiencia que conocemos bien todos los que vamos cumpliendo años y percibimos como, en nuestras conversaciones, también a veces en nuestros monólogos, ocurre con mayor frecuencia de la que quisiéramos que se nos vuela un nombre, se borra un término hasta ayer preciso, y, en su lugar, en un sentido literal y acaso visual, casi como en una viñeta de tebeo, vemos brillar su ausencia. Esta es una experiencia cotidiana e irremediable.

Pues bien, hay casos en los que el brillo (o el clamor) de esa ausencia es tan grande que se convierte en el desencadenante de preguntas que juzgamos vitales y que, si bien de antemano sabemos que no van a tener una respuesta clara y distinta, sí son capaces de poner en marcha un impulso que nos lleva a querer expresar lo que en esas situaciones sentimos y nos pasa (tanto por la cabeza como por el corazón). Ganas me dan de establecer a renglón seguido una nueva poética que postule que la poesía es el arte de pensar, sentir y decir las preguntas que importan para que la vida (que siempre es la respuesta) tenga algún sentido. Pero no seguiré por ahí: más bien vuelvo al principio, a la frase de Valente, síntesis de su propia poética: «Un poema no existe si no se oye, antes que su palabra, su silencio».

El libro de Pedro nace sin duda de una escucha previa muy atenta. Leyéndolo se tiene la impresión de que todo él se mueve en el filo de la duda, la perplejidad e, incluso, el anonadamiento provocado por la terrible vivencia que está en su origen. Pero, al mismo tiempo, asistimos tan conmovidos como fascinados a la constatación de cómo va tomando cuerpo la experiencia verbal nacida del acercamiento sensible y reflexivo (subrayo ambos términos) a ella. En ese sutil balance, lo que finalmente se impone es la delicadeza con que sentimos que el poeta indaga en su interior, contempla el mundo (todo él simbolizado en el curso de un río) y acierta a trazar entre sus aguas un camino a lo largo de cual logra transformar en luz (y en música verbal) lo que antes tal vez solo fuera sombra, ruido, tal vez furia.

Y es que La luz se calla, que es un libro sobre la muerte (o incluso sobre algo que está un paso más allá: sobre la extinción), está lleno de vida: de palabras escogidas entre las posibles de una lengua como el español que cuenta con una gran tradición poética a la hora de afrontar un tema tan grave. Una tradición con la que el libro entra en diálogo hasta componer una elegía (ese es el término literario exacto) cuya singularidad es que en ella se impone el sentimiento amoroso por encima de cualquier otro.

El poeta es capaz de convertir el canto funeral en un canto de amor. Pero más aún: en su acercamiento al centro inexplicable del dolor y el sinsentido, logra hacer sonar con gran hondura una especie de nana, grave y llena de imágenes que quizás no serían muy comprensibles en una canción de cuna al uso, pero que aquí muestran su poder para enlazar dramatismo y ternura (tragedia y lucidez) en una misma voz. En el prólogo insisto en este asunto [...].

Terminaré con una comparación que espero que a Pedro, buen amante del flamenco, no le disguste. En un reportaje televisivo sobre la grabación de La Leyenda de tiempo… (1979), el disco con el que Camarón le dio una nueva dimensión al cante jondo, uno de los técnicos que intervenía en ella se dirigió al artista para decirle que deberían grabar de nuevo La nana del caballo grande, porque había habido un problema en la mesa de mezclas, y Camarón, con voz muy baja pero sin ninguna duda, le respondió: «La nana ya está cantá». Podemos decir lo mismo de este libro de Pedro: la nana está cantada, y su lectura produce una resonancia en la conciencia que nos estremece gracias a una voz luminosa, profunda, reveladora, capaz de conducirnos por laberintos inéditos de nuestro propio interior.

Querido Pedro: el vuelo / de tu callada luz / sobre la piel del río / es una hermosa barca de palabras / que cruza al otro lado / de un dolor sin nombre / para poder nombrarlo / en nombre del amor.

(AJR, Talavera, 26 noviembre 2013) 



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