Maria José Aguiar: «S.T.», 1974 (óleo sobre lienzo). Fundación Gulbenkian, Lisboa. |
De los días pasados en Lisboa, justamente un año después de la Revoluçao —me dijo—, podría referir anécdotas deliciosas o brutales. Pero me quedaré solo con la vez aquella en que, en plena fiebre amorosa, mi novia de entonces y yo nos fuimos por vez primera a un verdadero cine porno, no a una de esas pelis S que empezaron a ponerse de moda un poco después en España, ni las emmanuelles o los tangos que se veían por Perpiñan, sino porno porno, duro, hardcore.
Recuerdo que al entrar en la sala, el primer plano de un enorme pene negro, tal vez mulato, sin duda moreno, siendo devorado por una boca de apariencia no menos gigantesca y absorbente, me produjo tal impresión que a punto estuve de caerme de espaldas sobre uno de los espectadores desperdigados por una sala que juraría que olía a una mezcla de zotal y engrudo, si bien es posible que aquí me deje llevar por la imaginaçao…
Aquel pene, en cuya descripción me podría demorar —continúa diciéndome— si tuviera interlocutores menos quisquillosos que tú, me tuvo intrigado varios días, más que nada porque me pareció que, justo en medio del gran glande, exhibía una a modo de pequeñísima perla de blanquísimo nácar que, como supe después, seguramente sería un piercing vibrador, un adelanto de una moda que aún tardaría mucho tiempo en generalizarse y cuyos efectos en rendimientos placenteros sobre el clítoris y ciertas terminaciones nerviosas de las paredes vaginales están muy documentados e incluso parecen haber sido el más claro modelo para el diseño de los últimos succionadores íntimos, una variante por cierto de la industria del disfrute sexual que, como es sabido, cuenta entre sus principales asesores áulicos nada menos que al melillense Fernando Arrabal, grandísimo cronopio y fama todo en uno.
No recuerdo apenas —continuó tras una larga pausa, punteada con algún suspiro no sé si de morriña o de saudade, pero de indudable raíz melancólica— nada más de la proyección, aunque tampoco sería difícil suponer las secuencias. Si sé que enseguida comencé a sentirme incómodo y de no ser porque ella, mi novia de entonces, parecía más curiosa o menos temerosa que yo ante aquel atracón de jadeantes placeres carnosos, hubiera abandonado la sala al poco. Tampoco debimos demorarnos mucho más, porque según me dijo después ella, su curiosidad y el morbo se veían suficientemente contrarrestados por el más bien penoso espectáculo del patio de butacas, más perceptible a medida que los ojos se iban acostumbrando a la penumbra y los hasta entonces sólo bultos se convertían en pulpos, y en algún caso de atrevidos y viscosos tentáculos.
La consecuencia más chusca del asunto, aunque no logro recordarlo con precisión, fue que estuvimos varios días como con indigestión y sin ser capaces de encontrar el camino que llevaba del cuerpo del uno al del otro, como solía ser habitual en aquellos días juveniles y como, por fortuna, volvió a serlo de nuevo cuando, tras cruzar el Alentejo en un par de tiradas de autoestop, llegamos a las playas de Faro y otras lugares del Algarve, bajo cuyo sol espléndido y de luz tan blanca las aguas del deseo volvieron a sus cauces y nuestros cuerpos de amantes enfervorecidos por las dilatadas tardes del verano siguieron encontrando motivos de gozo y extenso solaz.
Al fin y al cabo —concluye mientras me mira con ojos entre pícaros y exculpatorios— una indigestión la sufre cualquiera. Y si algo nos acaba enseñando el tiempo desde muy pronto es la importancia de las proporciones, los equilibrios, las justas equivalencias… y equidistancias, importan mucho las equidistancias.
(LUN, 760 ~ Las musas de Macías)