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Fotograma de El séptimo sello (1957), de Ingmar Bergman. |
Descubriste en un zapeo televisivo de media madrugada que en un canal estaban poniendo (echando, pasando, dando: proyectando), El séptimo sello, el clásico de Ingmar Bergman al que tan reconfortante te resulta siempre volver, aunque a medida que pasa y te pesa el tiempo, y más allá del placer estético y sentimental, sus imágenes te sean también más acuciantes, inquietantes y hasta gravosas. Pues sabes que nunca es fácil seguir asumiendo lo que desde muy chiquitos nos venimos diciendo que hay que asumir, o sea: lo finito y la cosa esa lacerante de “la muerte sin fin”, que dijo Gorostiza, el gran vate mexicano con nombre de artillero-futbolero vasco. Pillaste la proyección ya bien avanzada, en el penúltimo encuentro entre el Caballero y la Muerte frente a los escaques de escaqueo imposible, a piques de producirse la horrorosa tormenta y cuando ya se va perfilando que la única opción de salvación, y el horizonte todo de esperanza, va a recaer en la Sagrada Familia que, en su prodigioso carromato, logrará sobreponerse a los fantasmas y las asechanzas del mal, los desastres y las enfermedades, hasta encontrar una mañana de horizonte despejado, mientras por sobre la colina la muerte enreda en su danza a poderosos, ociosos, onerosos y gente de muy diversa condición, una vez que se han abierto y enunciado, con retórica palaciega, barroca y apocalíptica, los sellos del destino de la humanidad doliente y confesa por no se sabe qué pecado mortal de origen, pero sin duda necesario para que hubiera redención y todo el negocio anexo a la escasa luz que nuestra consciencia nos acerca para comprender la inmensidad del universo y el más complicado de todos los misterios: el hecho de que seamos capaces de imaginar que tal vez algún día podremos hacernos cargo de él (el universo, el solo verso) e incluso comprehenderlo. “Gran cine”, te dices: “nos da vuelo y afán y sensación de trascendencia”. Y sigues cavilando que, en el fondo y sobre todo en la forma, la peli es una ilustración muy bien trabada de las viejas danzas de la muerte medievales, aquellos textos que estudiaste en el antiquísimo y nunca bien ponderado bachillerato, e incluso representasteis como ejercicio escolar y para gozo de familiares, pías autoridades y colegas, en el escenario del colegio-seminario, en días de mucho ceremonial y grandes emociones. Lo milagroso a estas alturas es que las imágenes sigan vivas en tu memoria, y acudan a tu boca, casi “sin tropezarse”, las estancias de un texto que vas susurrando muy suavemente —hay gente durmiendo en la casa— mientras la pantalla se llena con los títulos de crédito de la obra maestra:
E porque el santo padre es muy alto señor,
que en todo el mundo non hay su par,
de esta mi dança será guiador,
desnude su capa, comience a sotar;
non es ya tiempo de perdones dar
nin de celebrar en grande aparato,
que yo vos daré en breve mal rato:
dançad, padre santo, sin más de tardar…
Y así, desgranando versos versus el olvido, y sonriendo cuando llega lo de “con mis perrochianas quiero ir folgar, / ca ellas me dan pollos e lechones…”, es decir, el parlamento del cura de aldea, tan intencionadamente transmutado en vuestros ensayos, objeto de risas y picardías, así, ya digo, cantinela adelante, vas encontrando el camino de despedir la intensa y viajera jornada y de hallar la ruta hacia el plácido lecho conyugal, tras las convenientes y ya algo adormiladas últimas abluciones y mientras las viejas palabras van haciendo su trabajo lenitivo y te predisponen para que tu mente se pueda ir olvidando del cuerpo y sus renqueantes rincones hasta adentrarse en los territorios del sueño y su sabio y, ay, irremediable aprendizaje.
(LUN, 782 ~ De la vida misma)