Ilustración: Javier Serrano |
No negaré que llego aquí como alma en pena y con todos mis sentidos atrapados en sugerencias e impresiones tan volátiles que me resultan por completo inaprensibles. Mi mente, en cambio, está súper despierta como si recién me hubiera encontrado con Don Juan en la estación del bus a ninguna parte y, tras platicar con él durante un breve rato, sobre cosas banales mismamente, la relación empezara a fluir por los propios derroteros de la gracia, y uno y otro nos encontráramos, presumo, tan a gusto que no había razón para no dejarse llevar por las sugerencias e impresiones del momento. Fue así como tomé la decisión, pura chamba o potra, de sumarme a aquel viaje, o sea a este, y cuando ya parecía que la situación estaba bien enfocada, hete aquí que todo saltó por los aires y me encontré sin ningún lugar al que asirme excepto el báculo que el Diablo Maior le había robado al prelado mindoniense cuando, con ocasión del último Entroido, lo había tentado por el lado de las pasiones de la carne, que bien sabía él de qué pie cojeaba el purpurado y cuál era el sitio principal de su alborozo, momento en el que aprovechó para hacerse con aquel objeto de poder tan ansiado, pues se decía de él que provenía del mismo tronco que la vara que Moisés había empleado para abrir las aguas del Mar Rojo y poder así llegar a los aledaños de la Tierra Prometida, a salvo de la furia perseguidora de las tropas del faraón. Todo esto lo supe luego, cuando volvió a pasar ante mis ojos la estampa guardada en mi celular, puesta a buen recaudo con el resto impronunciable de mi ADN y guiada por la insobornable presencia de una luz que, a pesar de todos los pesares y más allá de la selva lujuriosa de los reels, me lleva siempre hasta una orilla desde la que puedo mirar con suficiente distancia el mundo. Y, si las cartas salen boca arriba, venir acá a contarlo.