(Al filo de los días). Llego al filo de la hora de cierre a entregar los libros del verano a la Biblioteca del barrio. La proba funcionaria —aunque podría, no diré su nombre— ya ha cerrado la sesión y se enfada porque aún quedan más de cinco minutos para que se cumpla el horario reducido del verano, más reducido aún durante el mes de agosto. Iba a hacerle una pregunta pero su mirada de hiena me disuade y me marcho como oveja esquilada, no vayan a buscarme de nuevo las cosquillas. Cómo está el patio. Por fortuna, de salida, en la “mesa de esquilmes”, me salen al paso dos volúmenes aún en muy buen estado de Cristina Fernández Cubas (nada menos que El año de gracia” y Todos los cuentos): pa’ la bolsa! Se me cruza la idea de volver y darle a la proba funcionaria incluso un beso por tan buena suerte. Pero seguramente ya no esté, aunque tampoco me vuelvo a comprobarlo. Ni el horno para bollos.
Salgo a la calle y me acerco al parque de Berlín. En uno de los libros que he renovado, Las sílabas del gran Gonzalo Rojas, me sale al paso este poema por el que en más de un lugar que yo me sé lo hubieran lapidado… verbalmente (al menos de momento). Tiempos raros, muy raros. Casi toda la gente con la que me he cruzado en la última media hora va pendiente de su teléfono móvil. Yo mismo escribo en él estas palabras. Menos mal que Rojas, astuto o tal vez sólo inocente, perpetra al final de su poema fenicio un “personaja” que pone su reloj en hora con un tiempo que tanto se parece… ¿al final de los tiempos? Hay muchos niños, niñas y jóvenes (¡y jóvenas!) jugando en el parque. Las cotorras —ya no diré argentinas— no paran de cotorrear. Ancianas bien vestidas pasean de la mano de cuidadoras indígenas. La vida al atardecer de un viernes de finales de agosto, en un parque, en un rincón de mi mente que no cesa de reconocerle a Kafka su clarividencia.
Y a seguir barajando.
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El poema (cuya foto, aunque de mi autoría, acabará desapareciendo de aquí) es el titulado "Qedeshím Qedeshóth". Quede constancia. |