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Mosaico romano de Sousse (siglo III) que representa a Virgilio con las musas Clío y Melpómene en el preciso momento en que le inspiran el verso de Aeneidos que se cita en el texto. Museo Nacional del Bardo, Túnez. |
Leo las instrucciones de la última actualización del sistema operativo de mi iPhone. «Me gusta mucho tu escritura», dice un mensaje que me asalta en la parte superior de la pantalla. Ya se ve que los programadores están atentos a cualesquiera fallos de estas herramientas —más bien ya apósitos mentales— y buscan en sus entrañas y algoritmos (qué bien tu nombre suena) la manera de encauzarlas, de encauzarnos. El mundo está lleno de prodigios. El más mayor (sic) de todos sigue siendo —aunque sea casi inconsciente: menos cuando hacemos yoga, o el dolor nos aprieta— el de la respiración. Sístole, diástole. En el sueño, acabo de acordarme de que tengo sin contestar una carta de un amigo del otro lado del Atlántico en la que me trasladaba de forma confidencial (eso decía) algunas consideraciones sobre el último premio Cervantes. La carta, sin embargo, no existe más que en el sueño, aunque me consta que las opiniones de mi amigo son esas. Como hoy es el día que es, había pensado conmemorarlo (“concomerlo” propone el espía) con un micro, de la serie de las musas de Macías, en el que relataba la primera vez que entré en un cine porno (en Lisboa, claro), pero al final me ha parecido improcedente. Otro día será. Las urgencias vitales siguen siendo vitales, pero la urgencia es un tiempo que se estira, no hay más remedio. Los diferentes estratos de la mente: he ahí la principal característica del espíritu humano. Saberlo y no estar loco, o no en demasía. Está bien, incluso muy bien, la película de JJ Annaud sobre el incendio de Notre Dame (¿Norte Dame?): la veíamos ayer por la tarde en el Palacio de Hielo mientras Francia se balanceaba en la cuerda floja de sus últimas elecciones. El plomo derretido cayendo por las bocas de las gárgolas como si fuera el vómito de un mal sueño… y el trompe-l’œil de la corona de espinas. Hay metáforas que no lo parecen, ¿quién dice que lo son? Ha amanecido un día espléndido: dan ganas de ponerse a hacer la revolución. El amigo que me quiere bien sigue insistiendo en sus buenas palabras. Lástima que no tengamos siempre a mano la posibilidad de hacer una directa snif estación (sic: vuelve el espía) del afecto verdadero que sentimos. Ahora es Maximiliano Jabugo quien me tienta ahí arriba con las suculencias que su nombre indica. Esta forma de escribir en medio de la plaza pública sí que es por completo novedosa. ¿Se imaginan a Virgilio (disimulen) pergeñando el “conticuere omnes intentique ora tenebant” mientras sus congéneres del foro y los demás mercados no dejaban de tirarle de la túnica? Ah, con qué facilidad esta prodigiosa materia maleable que es la escritura nos permite remontarnos a las más altas consideraciones, sentirnos émulos de criaturas esplendorosas, de mentes tan verdaderamente tocadas por el aura de los prodigios y que han sido capaces de darnos una historia, mil historias, todas las historias, tan poderosas que aún logran arrancarnos de ese fondo de nada y omisión e inconsistencia que —seamos serios y conscientes— es de continuo el verdadero telón de fondo de nuestras vidas. Menos mal que algunos otros de esos nuestros congéneres y hasta presuntos colegas (ya te digo) supieron cantar por todos. En fin, para actualización del día en curso creo que ya es bastante. Claro que podría seguir. Pero para hacerlo con garantías tendría que llamarme César o ser Agustín. Y no es el caso, aunque no me arrepiento. Gracias, amigas, amigos: sepan que uno por uno los siento ahí y los quiero, los queremos todos los de este cónclave de fantasmas que se esfuerza (así, en singular) en no darse por vencido.
(LUN, 765 ~ De la vida misma)