|
Michelangelo Buonarroti: Pietà (‘Pietà per Vittoria Colonna’), hacia 1546. Carboncillo sobre papel. Isabella Stewart Gardner Museum, Boston. |
Entre que cada vez andaba más duro de oído y que las en verdad difíciles vibraciones atmosféricas del Lugar de la Calavera no eran las más idóneas para experiencias cumbre, Páter se hallaba muy despistado en aquellos momentos. Sí alcanzó a oír su nombre, o lo que creía su nombre, y la construcción aquella que tanto le gustaba: ‘in Paradiso’. Pero todo lo demás, suponiendo que fuera algo con sentido, le llegaba como una mezcla ronroneante de sílabas guturales apenas discernibles, nada extraño, por otro lado, si se tiene en cuenta que estaban siendo emitidas por un condenado a muerte pendiente de una cruz. Así que tuvo que conformarse con ver el gesto del facineroso de la derecha, probablemente acorde con un movimiento de labios que estuvieran emitiendo un mensaje de conformidad, incluso de agradecimiento, y apenas se sobresaltó al oír lo que creyó un ‘Mulier’, que no supo bien cómo interpretar. Sin embargo, percibió con total claridad aquella especie de ruego desmayado pero cargado de intención, tal vez de urgencia:
—Sitio!
Desde los ya lejanos días de BAbel, cuando no tuvo más remedio que confundir las piezas sobre el tablero para evitar que el último envite del jugador de la escalera le pudiese ganar la partida y desalojarlo de la Torre, Páter no se había sentido tan directamente concernido, a la vez que —cómo decirlo— ¿bienhumorado? Sea como fuere, decidió creer que la expresión era —como era— sobre todo una súplica y, echándose a un lado en el trono celestial —un a modo de cómodo diván que no desentonaría en un episodio de las Mil y Una noches—, se avino a conceder:
—Bueno, venga, sube, que donde caben dos…
Antes de que se rasgara el velo del templo y cuando ya había brillado el primer relámpago anunciador del primer y atronador trueno, alguien de oído atento bien pudo oír, escuchar y hasta tomar nota de esas siete palabras. Y gracias a él, y al Maestro del Rito Inmarchitable, cuyo verdadero nombre tal vez nunca conozcamos ni lleguemos a ver nunca su rostro, ahora puedo yo, humilde amanuense, transido de fervor —¡y de frío!— en la soledad de este scriptorium, recogerlas y referirlas aquí para general conocimiento. Que nadie las eche en saco roto. Ni en el cesto equivocado.