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Gustave Caillebotte: Calle de París en un día de lluvia (detalle), 1877. Art Institute of Chicago. |
Hoy, bajo la lluvia primaveral, he vuelto a cruzarme con Nostra, el profeta de la Prospe. Iba solo, sin paraguas, paseando lentamente con aire reconcentrado y en aparente silencio. Como yo llevaba mi parasol tridentino de tres plazas, le he invitado a cobijarse. Y, no sin un gesto de sorpresa, ha aceptado, aunque dudo que me haya reconocido. Bueno, tampoco es que tenga que saber quién soy, por más que hable de él a menudo y lo considere uno de los vecinos egregios del barrio; incluso griegos, en el sentido clásico del término. Nada de esto le dije, en parte porque enseguida empezó a hablar él. O quizás sería más apropiado decir que se puso a verbalizar sus pensamientos, no digo que ignorándome —de vez en cuando apretaba mí antebrazo para subrayar algún término—, pero sí yendo claramente, por así decir, a su bola y por completo arrimado al calor de sus propias cavilaciones.
«El mundo —iba diciendo mientras paseamos por la acera del Auditorio en dirección a la plaza de Cataluña— se nos está convirtiendo en una pura correa de transmisión de la desgracia. Un frenético giro de cangilones que no cesan de desaguar, en sus imparables círculos de derviches, turbiedad y congoja, barro y opresión, pestilencia y pesar. Es casi imposible sustraerse al dolor permanente, a las infinitas formas de tragedia que nos cercan por todas partes. No podemos dejar de ser conscientes. Pero tampoco, qué carajo, es posible vivir a la intemperie sin descanso».
Seguimos andando un buen rato en silencio. Al llegar junto al bosquete de olivos próximo a Pradillo, Nostra se paró en seco, sin importarle la lluvia que arreciaba, y plantándose frente mí recuperó de pronto todo su énfasis de orador, hasta el punto de que de no ser por lo destemplado de la orilla y la brevedad de su discurso sin duda se habría hecho corro. «”Dame una salida” —dijo—, solían gritar los héroes, o víctimas, de “Matrix”, cuando todavía había cabinas telefónicas. Ahora venimos aquí, a esta especie de alma portátil que creemos compartida, y lo contamos. Pensamos en voz alta. Peroramos. Seguimos sin saber bien (ni mal) por qué. Las palabras nos acunan. Son un mar que nos salva, al menos mientras duran, del vacío». Y tras una pausa y una mirada inquisitiva en derredor, dio una rápida vuelta sobre sí mismo y concluyó: «Y luego, ¿qué, eh? ¡Si te he visto, Merimée! ¡Nos ha jodío!».
Confieso que me quedé en estupor de facto. No tanto porque ignorara que Nostra fuera amante del cine como por cómo dijo las últimas frases, al tiempo que blandía en sus manos un teléfono móvil que sacó de su faltriquera y que, por su tamaño, bien pudiera considerarse un hermano gemelo de aquel mítico zapatófono que el agente Maxwell Smart (¿Smartphone?) exhibía en los muy divertidos capítulos de aquel, también profético, “Superagente 86” que tantos buenos ratos nos proporcionó a los niños, y supongo que también a las niñas, de finales de los sesenta. Que ya ha llovido.
(LUN, 799 ~ Las cosas de Nostra)