(Al filo de los días). La singular ceremonia inaugural de los juegos de Tokio ha tenido algunos momentos de gran emotividad, en especial ese espectáculo de drones luminosos que han ido componiendo una especie de brillante holograma del planeta y cuya danza ha sido muy bien rematado por la vibrante interpretación del Imagine de John Lennon por artistas de los diferentes continentes, entre ellos un juvenilmente maduro y solvente Alejandro Sanz en representación de Europa. Luego la ceremonia se ha ido por sensibles, bienintencionados y algo prolijos caminos humanitarios, siempre con una estética como de cómic futurista (entre ‘manga’ y ‘anime’) y con viñetas muy logradas tanto en el dibujo de los logos de los diferentes deportes como en el engarce con la tradición teatral del Kabuki, todo un signo de alta cultura tradicional e incluso de majestuosa distinción. Por fin el fuego olímpico prendió vivazmente en la singular pagoda-pebetero y el rito culminó casi al filo de la medianoche japonesa, casi las cinco de la tarde hora peninsular.Mientras veía la ceremonia, me ha asaltado una vieja cuita. En mis tiempos espasiles, cuando me encargaba de coordinar y en parte redactar los suplementos bianuales de la magna Enciclopedia Universal Espasa, los años olímpicos suponían un plus de trabajo considerable por cuanto había que recoger todos los resultados de todas las especialidades deportivas y una pequeña crónica de cada una de ellas. Recuerdo que la primera vez me ocupé personalmente del asunto y tuve que familiarizarme (al menos mínimamente) con deportes de los que no conocía casi ni el nombre. En años siguientes, encargaba a algún colaborador esta tarea, y si bien topé con gente minuciosa y competente, siempre había que estar muy vigilante porque los errores —en las grafías de los deportistas, en la terminología de cada especialidad, en las cifras de las marcas, etc— tendían a multiplicarse como ratas en celo. Al fin, unidas al resto de las no menos minuciosas crónicas deportivas del bienio, eran unas 80 o más páginas a doble columna de texto apretado y numerosas tablas que suponían un pequeño martirio, y unas cuantas horas extras de trabajo no mal remunerado, aunque tampoco era para tirar cohetes. Por fortuna, no hubo constancia nunca de ningún error grave (seguro que alguno habrá: ahí están todavía los volúmenes imresos para quien tenga el capricho de comprobarlo), si bien siempre dudé de que aquellas páginas —sobre todo en tiempos preWikipedia, con la que al final, hacia 2012, llegamos a convivir— pudieran ser consultadas por alguien. Aunque me consta que lo eran y, a menudo, copiadas y hasta ‘fusiladas’ por anuarios diversos. Finalmente, como es sabido, «el Vídeo acabó con la estrella de la Radio». De eso hace ya más de un lustro. A estas alturas mi reto olímpico —o uno de ellos— estriba en qué hacer con los 170 volúmenes del Espasa, que ocupan toda una pared de mi estudio, bien flanqueados por una patulea de materiales enciclopédicos, diccionarios, anuarios, libros de consulta, coleccionables y otras muy diversas publicaciones a cuyo escrutinio y definición de fin de ciclo deberé enfrentarme algún día de estos… Todo un reto olímpico, ya digo.