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Corredoira en el bosque de Santo Estevo. Foto AJR. |
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Y ocurre que la muerte es como un pájarofieramente neutral
que va trazando signos parecidos
a los cromos de antaño, tan procaces.
Revuelo de hormiguitas y alacranes
y un ángel desplumado haciendo guardia
a las puertas del viejo caserón,
según el testimonio fidedigno y nocturno
de edgar allan poe.
Y risa desterrada en el colmillo
de aquel hermano lobo
que el bueno fray francisco amaestraba
a la sombra del árbol prometido.
Y ocurre que hay un soplo de mal
detrás de cada piedra
y una sonrisa ingenua de niña virgen —suma
de todo el bien del mundo—
en las incitaciones de los acantilados.
Después de tanta historia, cuando pesan
cadenas en los pies y duelen huesos
de andar siempre encorvados
y se aprenden los motivos del hombre en una esquina,
se empieza por dudar, por no saber
a qué carta quedarse.
La locura
es la misma a plena luz del día
que a plena sombra.
El hueco
que nuestros cuerpos dejan
siempre que nos movemos
es indistintamente rellenado
por la flor o la bestia.
Marchamos repitiendo escenas consabidas,
como si fuera el mismo, y siempre uno sólo,
el mismo hombre único
el que viviera todos esos momentos
que después la distancia nos vuelve diferentes.
Y ocurre —siempre ocurre lo mismo,
aunque nos duela—
que al torcer la cabeza con signo indefinido
o en franca negación o aun afirmando,
la muerte, que es a modo de pájaro incesante,
nos vuela por la sangre y nos señala
el sitio.
Y allí nos congregamos.
Donde acampa la muerte no hay estrellas,
pero tampoco tienen las tinieblas su reino.
Allí se rompe el mar, mas de algún modo
la existencia prosigue.
Y es lo mismo la piel que el barro crudo,
se confunden aristas con campanas,
se entremezcla la sangre y la saliva.
Que todos percibimos, donde acampa la muerte,
una escalera neutra:
unos dicen que sube; otros hablan
de un descenso infinito...
Lo probable
es que fluya por dentro de los hombres
un viento encadenado,
una especie de halcón
con blanquísimas alas de paloma.
(De Esquinas del destierro, Madrid, 1976)