Ilustración: La última caminata. © Javier Serrano, 2021. |
~~Y casi sin querer, pero sobre todo queriendo, el caminante levanta los ojos y se dispone a navegar por un mar de nubes.
I. No están las cosas para andar pensando en las nubes y mucho menos para quedarse a vivir en ellas. Pero no son pocas las tardes en que el mayor consuelo a nuestro alcance es mirar hacia el cielo y sentir que algo ha debido de hacerse bien para que sea posible aún tanta belleza.
II. Día que pasa sin que pasen nubes tal vez no merezca ser llamado día. La frase sea o no cierta —y eso siempre depende del según y cómo— tiene un alto grado de verosimilitud: al menos es una prueba de que hemos mirado al cielo. Y eso ya es mucho.
III. Para el caminante, las nubes son también pensamientos concretos. Su contemplación dispara la conciencia y, a poco que les demos capacidad de interpelación, nos exigen sostener la mirada durante el tiempo suficiente para que nazcan las palabras, aunque no salgamos del silencio. Es el espacio en el que la mirada atenta engendra un gesto y éste a su vez emite una descarga corporal que exige la respuesta casi osmótica, por pura necesidad equilibrante, de un pensamiento. Esa energía mental acaba, de algún modo que no somos capaces de precisar, formando parte de la nube y se mueve con ella a través del cielo.
IIII. A veces, en horas cercanas al crepúsculo, el cielo se puebla de restos de relatos mitológicos que dan pie a las más peregrinas interpretaciones. En una nube, por ejemplo, no es difícil ver el giro del cuello del Cisne bajo cuya apariencia Zeus poseyó a Leda. En otra, nos salta a la vista un buen pedazo de la piel del León de Nemea derrotado y destrozado por Hércules. Un conjunto de nubes agrupadas en un rincón del occidente del cielo sugieren el momento en que Perséfone vuelve su rostro hacia donde no debería y acaba siendo recluida en el reino infernal. Y otras muchos. Sin olvidar el estrépito y la pantanosa oscuridad que acompañó al Cristo al exhalar su último suspiro. Todas estas sugerencias tienen una virtud principal, más allá de la belleza o la piedad que nos transmiten: nos hacen admirar la exactitud y diligencia y gracia con que nuestros antepasados griegos fueran capaces de maquinar tantas hermosas historias —una para casi cada rincón de nuestras almas— con la sola contemplación del firmamento. Y como todo después vino a consumarse en un grito que no se olvida: «Padre, ¿por qué me abandonas?»
V. Lo que más fácil resultar ver en las nubes son los ojos. No sabemos de quién. Ni si nos miran. O si solamente, como los ángeles en Rilke, están ahí, indiferentes. Y por eso —sobre todo por eso— las admiramos.
VI. Suelen ser frecuentes en las nubes las figuraciones de animales. Entre ellas, tengo observado que abundan los dragones, quizás porque estas mismas criaturas están hechas de atmósferas nubosas. Y, de forma muy especial, porque sus bramidos sulfurosos cuadran bien con los desmadejamientos de las masas del cielo. Más curioso aún, en el mundo de las nubes dragones, es su predisposición a los enfrentamientos y los fieros combates. Así, no es extraño descubrir en lo alto, a poco que uno se fije, algún espacio donde rápidamente se perfilan dos criaturas de leyenda enzarzadas en una disputa que, dependiendo del viento o tal vez de las condiciones de humedad, no tardan en lanzarse feroces retos, avances más o menos taimados sobre las partes más delicadas e indefensas del rival, y muy a menudo se enredan en combates que acaban en fusión o incluso en esa confusión nebulosa que precede a la destrucción mutua.
VII. De las nubes podemos aprender tanto que, con toda probabilidad, no vamos a tener tiempo suficiente ni para calibrar el impacto en nuestra vidas ni para agotar los caminos que no cesan de arrastrar hacia ellas como polvo sobre las arenas del desierto o besos de espuma en la cresta del mar. Son, además, el lugar más oportuno y adecuado para dirigir los pasos de nuestras caminatas.
VIII. Y así poner en ellas el fin de nuestras torpes oraciones.