miércoles, 9 de septiembre de 2020

Narbona sobre Aramburu

(En voz alta). Las colaboraciones de Rafael Narbona en la Revista de Libros son una vieja querencia. Procuro no perdérmelas porque, si bien a veces son algo repetitivas en aspectos biográficos, siempre están escritas con tanta franqueza, calidad y eficacia (¡vaya trío!) que me atrapan sin remisión. Este triple acercamiento a Fernando Aramburu, incluida una muy lúcida entrevista, es muy recomendable. Y hasta, si se me permite, reconfortante para cualquier lector al que también le guste escribir. No lo pasen por alto.




martes, 8 de septiembre de 2020

Qué largo me lo... tocáis

(En voz alta). Lean este reportaje sobre la duración de una interpretación musical y después digan si no es “razonable” que pasen ciertas cosas. Y una pregunta: ¿habrá nacido para entonces, en 2640, alguien que se haya podido hacer cargo mínimamente del contenido de fondo de Finnegans Wake... y no estar loco? Si esto no es, en realidad, la broma eterna, que venga Alpha y lo Omega.

lunes, 7 de septiembre de 2020

Las niñas: un miniatura delicada y terrible

Siempre es una alegría volver al cine “de verdad”. Y si es para ver una película española, mejor. Así que, tras el primer regreso inexcusable para contemplar la palindrómica y espectacular Tenet (de la que me gustaría escribir con cierta extensión, aunque no sé si lo haré), el sábado fuimos al Palacio de Hielo a ver una muy interesante película, Las niñas, debut de Pilar Palomero y obra sencilla, tersa y veraz, muy en la onda de lo que en su día se llamó cinema verité. Aunque es obvio que la película fue rodada antes de que la peste nos cambiara la vida, como la vemos en esta insegura “neonormalidad”, es inevitable que todo adquiera una proyección diferente, no sé si a favor o en contra de la obra, pues en ambos sentidos se podría argumentar. Ciertas situaciones ganan intensidad vistas desde el Apocalipsis, otras en cambio pueden llegar a parecernos completas bagatelas a la luz del crepúsculo.
El filme, con un ligerísimo argumento trenzado todo él en torno a un “nudo”, que no se deshace de forma expresa aunque resulta clamoroso su impacto sobre la obra toda —la película es ese secreto: entiendan que sea cauto—, transcurre en una “ciudad de provincias” bien identificada (Zaragoza, si bien podría ser también, no sé, Salamanca) y en unos años, los primeros noventa, de plena España “transicional” (admítase el barbarismo). Un tiempo que se identifica, además de por muchas marcas de época, sobre todo por las diversas alusiones a la campaña aquella del “póntelo, pónselo”, que tal vez fuera, entre nosotros, la primera ocasión en que los poderes públicos se tomaron en serio la educación sexual y pusieron en marcha una tan divertida como polémica pero finalmente utilísima divulgación del uso del preservativo. Y por ahí, por el asunto del despertar sexual, sus incógnitas y temores, las mojigaterías monjiles o familiares, los juegos prohibidos, el valor de la amistad, las crueldades en el grupo de iguales, los primeros ligoteos y, de forma muy señalada, el peso formativo de las cintas de casetes (por destacar un ejemplo no sólo circunstancial) discurre esta bien contada miniatura.
Las niñas está filmada de un modo tan austero como eficaz, repleta de lentos primeros planos escrutadores y plenos de sugerencias, si bien en algún momento puede que estén a punto de hacerle perder la paciencia al enmascarado espectador, sobre todo por lo mucho que tarda en plantearse y avanzar el grave conflicto intuido tras los murmullos, las reticencias, las violencias y los silencios.

Y por aquí vienen las pegas posibles: tal vez se ha elevado a largometraje, con un meritorio pero también excesivamente demorado modo de filmación, lo que habría ganado en intensidad, y también en ritmo, con algunos minutos menos de metraje (incluso hasta media hora). Hubiera bastado con no reiterar secuencias algo repetitivas o, en algún caso, con cambiarlas por otras que desplegaran un poco más el argumento; también con suprimir algún que otro tiempo muerto, sobre todo en momentos en los que ya queda claro que la sutileza y el detalle son los que la cineasta quiere que captemos, aunque sin darse cuenta de que llega a ser muy molesto que a uno le estén susurrando todo el rato lo que ya ha entendido (o creído entender: puede que ahí esté el quid).
Junto a la sutileza y el formato artesanal pero muy cuidado, hay que destacar la calidad de las interpretaciones, comenzando por la debutante protagonista, Andrea Fandós, al frente de un reparto coral muy bien seleccionado y con la casi única inclusión de profesionales como Natalia de Molina, magnífica en un papel que prolonga con solvencia y sin tics otros anteriores; Francesca Piñón (la secretaria de El Ministerio del Tiempo, aquí con toca de monja autoritaria y borde) o Zoé Arnao, a la que se le adivina un gran futuro en el cine de fuertes emociones.
Conclusión: vayan a ver Las niñas, dejen volar su imaginación y su memoria, intercambien cromos con su propia experiencia, saquen o no sus conclusiones, emociónense con un par de escenas, sufran con otras y, finalmente, abandonen la sala y regresen —estética y socialmente reconfortados— a sus cubiles y al cine de las televisiones (esa “otra cosa”). Ah, y no dejen de prestar atención a la banda sonora, incluida la explosiva y muy pertinente canción del final. Y tras todo eso, díganme si no es verdad que estamos vivos de milagro.

Unos acordes...

(En voz alta). Unos acordes oídos al azar en la radio conectan de pronto, en las neuronas profundas, con la pieza más gorgojeante (!) de Jethro Tull. Y, gracias a la actual tecnología, los recuerdos son deseos que son actos (no tardará en llegar el momento en que el solo desearlo será suficiente para reproducirlo). Aquí están esas ráfagas que tantos ratos buenos nos dieron en nuestra juventud, ahora con un Ian Anderson (nuestro mejor conductor por el reino epiceno de Hamelin) ya talludito pero aún juguetón. Y una sugerencia (probablemente absurda) sobrevenida: ¿no hay cierto parecido razonable con Arguiñano..., especialmente en algún gesto? En todo caso, rico, rico.

Afición tanta

1

Los juegos de palabras,
con su tablero humano
hecho de carne y sueños,
sus dibujos de aire o de vidrio soplado,
sus infinitas vueltas
al fondo de la mente
y aún de nuevo otra vuelta
cuando creías que todo estaba dicho...
Comprendo que haya almas
que se sientan inquietas
ante las volteletras de las voces
e incluso que desprecien, sin llegar a decirlo,
el donoso escrutinio de los huecos
que abren a cada paso las palabras
y el mapa de fantasmas
que hacen brillar sus rostros siderales
por todo los rincones
del vasto territorio
que se extiende
entre el mundo y los nombres.
(Los juegos de palabras
sólo son —y si acaso—
imprescindibles trucos,
pasos de baile, o pases de cartas,
entre las manos y la mente
para aplazar el rictus que seremos).


2
Las palabras viven por su cuenta,
nunca dicen nada
que no sea pertinente,
establecen extrañas conexiones
con objetos de todo tipo y todo tipo de objetos,
crean la realidad,
pero ellas mismas
son una realidad intransferible.
No hay nada que no pueda
decirse con palabras
y, sin embargo, las palabras
nunca llegan a decirlo todo.
En ese margen o hueco
que se abre en nuestra mente
puede que esté escondido
el secreto del mundo.

viernes, 4 de septiembre de 2020

Subida al Monte Toro


Ilustración: La isla y el tiempo ©️Javier Serrano, 2020.

De la isla de Menorca no puede decirse, como afirmé una vez de Formentera, que quepa en la palma de la mano. Pero es también un territorio que se presta a las caminatas placenteras y el escudriñamiento, con lugares que unen a la belleza del paisaje y la gracia de las obras singulares del mar un gran interés arqueológico. Se basa este sobre todo en los muchos monumentos megalíticos —taulas, talayots, navetas...— que se desperdigan por diversos enclaves. Las pétreas construcciones prehistóricas le confieren a la isla ventosa un poso de antigua y trascendente seriedad, bien mezclado con el indudable aire moderno y la elegante ruralidad de un territorio que ha conocido hasta tiempos recientes el paso de muy diversos pueblos, lenguas y costumbres. Y cuya presencia es visible aquí o allá como rostros del tiempo en el paisaje.
De las diversas travesías pedestres que hice por la isla durante las semanas veraniegas de mi juventud que estuve en ella, no se me borra de la memoria —ni tampoco a gentes muy cercanas— la subida al Monte Toro, la única elevación montana de Menorca. Aunque sus parcos 357 metros de altura evitan toda tentación de convertir el ascenso en una gesta alpina, hay que subrayar que la caminata se hizo bajo la plena canícula del ferragosto, quizás con alguna mochila no precisamente ligera a la espalda y, lo que es peor, sin la provisión suficiente de agua. Esto último, además de por el atolondramiento o la falta de cálculos propios de la edad, sin duda estuvo motivado por la aparente sencillez de la ascensión.
—Es sólo un paseo, en menos de diez minutos estamos arriba —recuerdo haber dicho, no sin convicción, pero sobre todo para dar ánimos a mis compañeras de aventura.
Pero aquello se demoró por bastante más tiempo. Tras una revuelta que parecía definitiva, la carretera —asfalto al rojo— volvía a enmarañarse y giraba en cuestas cada vez más pronunciadas, mientras el sol parecía complacerse en brillar, espléndido y a plomo, sólo para nosotros. Cuando consumimos la última gota de agua, a punto estuvo alguien de negarse a dar un paso más allá, a menos que apareciera una fuente.
—Tras esa curva hay una, el mapa lo dice —mentí varias veces.
Por fin compareció el agua, pero fue ya al llegar a la cima, que alcanzamos casi por sorpresa. Tras la última vuelta del camino, nos dimos de bruces con el potente santuario de la patrona de la isla y la vasta planicie de aspecto circular, que ponía a nuestro alcance vistas verdaderamente sanadoras de todos los esfuerzos, incluido el temido desfallecimiento por deshidratación. Además, frente a la entrada principal del templo, el blanquísimo, casi trasparente, brocal de un pozo nos pareció el monumento más hermoso del mundo.
Tras reponer fuerzas, nos informamos con detalle de la historia y leyendas del lugar. En estas últimas, según recuerdo vagamente —y Google me detalla ahora—, se reiteran con acento propio tópicos de descubrimientos y apariciones de la Virgen, siempre bajo la fascinación de ese verdadero milagro que es la luz. No sé si logramos averiguar entonces el porqué del nombre de Monte Toro, sobre el que existen versiones varias, ligadas casi todas a antiguos mitos táuricos más o menos cristianizados o inventados por la piedad popular. La etimología, a menudo no menos fantástica, pero siempre más creíble, recurre a la expresión árabe “al-Tor”, que equivaldría a “lo Elevado”, “la Altura”, como origen plausible del topónimo. En mi particular acerbo, añadí una explicación no menos sostenible: el Monte Toro viene a llamarse así porque en él son los bueyes del carro solar los que, a poco que te descuides, pueden embestirte con furia inusitada y con no menor inquina (¿menorquina?) que los toros cretenses. Son, al fin y al cabo, las fulguraciones asociadas a ideas extravagantes y pequeñas locuras las únicas que alcanzan verdadero significado en nuestra mente cuando la memoria las recupera envueltas en el aura legendaria de los prodigiosos años de nuestra juventud.
(Las Caminatas, XVIII)




jueves, 3 de septiembre de 2020

Horizonte dado


 En los Jardines de Cecilio Rodríguez del Retiro madrileño. 
©️AJR, 2020.

A ver cómo llegamos al final.
Al final llegamos a ver cómo.
Cómo llegamos al final a ver.
Al final a ver cómo llegamos.
Llegamos a ver como al final.
A ver al final cómo llegamos.

(A partir de un comentario de Paco Caro)