jueves, 25 de junio de 2020

En son de Paz (10)

                       La imagen puede contener: una persona, primer planoLa imagen puede contener: una persona, primer plano

(En son de Paz, 24). La intensidad de la escritura de Octavio Paz es a veces apabullante. Hay en su conciencia de artista un manejo tan ágil de claves, tradiciones, nombres, obras y culturas que no es fácil, en ocasiones, seguirle en sus periplos sin recurrir al menudeo de la consulta, a la inevitable —hoy, por fortuna asequible, al menos si se aborda con urgencia wikipédica— nota a pie de página. Menos mal que Paz nunca pierde la cortesía con el lector y, por lo común, sus erudiciones están envueltas en un prosa flexible, de gran elegancia, pero también chispeante y casi siempre cargada de poética precisión. En algunos momentos fragmentarios, o entre líneas, aunque en esto Paz fue un escritor fiel al talante de Ducasse —«no dejaré memorias»—, asoma el memorialista y la evocación de una escena o un suceso se imponen con plena conciencia y transparente brillantez. Lo mejor que puede hacer entonces el lector-mediador es retirarse y dejar que se escuche la voz del autor. 

Y dice Paz: »»Entre todas estas imágenes de Alberti retengo la de una tarde de 1937, en Madrid. Me veo paseando con él por la Castellana: al llegar a la Fuente de Neptuno, torcemos hacia la izquierda, subimos por unas calles empinadas y nos internamos lentamente por los senderos de El Retiro. Me asombra el cielo pálido, plateado; el sol ilumina con una luz final, casi fría, los troncos, los follajes y las fachadas; apenas si hay gente en el parque; sopla ya el viento insidioso de la sierra. Oigo el rumor de nuestros pasos pisando los hojarasca amarilla y rojeante del otoño precoz. Rafael habla de la transparencia del aire y del humo de los incendios, de los árboles ofendidos y de las casas caídas, de la guerra y sus desgarraduras, de Cádiz y sus espectros. A su lado salta Niebla, su perro. Alberti se detiene y, mirando al perro, me dice unos versos que ha escrito hace poco:
               Niebla, tú no comprendes, lo cantan tus orejas, 
               el tabaco inocente, tonto, de tu mirada,
               los largos resplandores que por el monte dejas
               al saltar, rayo tierno de brizna descendida...

»»Mientras recita, Niebla corre de un lado para otro, desaparece en una arboleda amarilla, reaparece entre dos troncos negros, fantasma centelleante. Las palabras se disipan, Rafael Alberti y su perro se alejan entre los árboles, yo escribo estas líneas».

[Fragmento final de «Rafael Alberti, visto y entrevisto», texto incluido en Fundación y disidencia. Dominio hispánico, vol. 3 de Obras Completas (Círculo de Lectores, 1991), pp. 377-378. Con el título de «Recordación» se publicó por primera vez en la revista «Vuelta», núm. 92, julio de 1974.]

Interiores

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Ilustración ©️Javier Serrano, 2020
Hay en mi memoria un camino que une las entrañas aéreas de un cubo de granito, el laberinto ocre de una mina romana a cielo abierto y el pasadizo angosto y declinante de una tumba inmortal. Por dentro, en mitad de la noche, me demoro en la ensoñación de esos lugares cuyo tacto aún perdura, mientras en el papel y en la pantalla sólo soy capaz de agrupar unas pocas pistas alrededor de tres nombres invencibles: el Escorial, las Médulas, Dahshur.

1. Escorial


Media docena de veces recorrí, por los tejados del monasterio escurialense, el camino que arrancaba de la Torre de Mediodía y, tras avanzar sobre el alero del Patio de los Evangelistas, escalaba un sendero breve de pizarras hasta adentrarse en el Cimborrio por una abertura de paso algo angosto, pero practicable.
Una vez aclimatados los ojos a la penumbra, la ruta proseguía, ya holgadamente, con el completo recorrido del perímetro de la basílica a través de las muy amplias cornisas superiores. Había una obligatoria parada justo tras la obra excelsa del retablo mayor en la que se ponía de relieve el trampantojo de los tamaños bien distintos de las imágenes del último cuerpo. La alucinada travesía se prolongaba luego hasta alcanzar la parte interior de la fachada del Patio de Reyes. Allí un ventanuco cerrado por una celosía verde permitía calibrar a ojo desnudo la dimensión de las figuras bíblicas y la verdad del dicho: «Seis reyes y un santo salieron de este canto y aún sobró para otro tanto».
El retorno de aquella excursión, en la que casi siempre hice de cicerone, solía discurrir entre parabienes y agradecimientos. Pero recuerdo de modo especial la ocasión aquella en que tuve por compañía a un poeta, hoy por completo y acaso injustamente olvidado, y que, al concluir la caminata y tratando de recobrar el resuello, me miró con inmensa ternura y me dijo: «Voy a soñar con esto mientras viva». Sabrás que a mí, querido amigo Rafael Duyos, después de tanto tiempo, aún me pasa.


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Ilustración ©️Javier Serrano, 2020

2. Médulas

En la médula del recuerdo brilla con luz propia el rojo intenso de la Mina Romana a cielo abierto que aún puede visitarse en las Tierras Bercianas. Es un lienzo de paisaje humanizado que mantiene intacta la sugerencia de una vieja industria. Y un raro ensamblaje de historia y naturaleza tan bien conseguido, que por sí solo supone una página elocuente de la crónica humana.

El día en que accedimos al lugar desde la Aldea tuvimos la inmensa suerte de poder comprobar en soledad los trabajo de la Ruina montium»: los efectos del agua embalsada al despeñarse desde gran altura por una red de canales y galerías. Y hasta nos atrevimos a penetrar en la angostura de La Cuevona (¿o sería la Encantada?) y allí, tras cruzar reptando un breve pero interminable pasadizo, accedimos a un mirador que nos llenó los ojos de ocres increíbles y las ropas de un pegajoso polvillo ladrillar.

«Un paisaje cobrizo», dijo una voz a nuestro lado. Era un paisano de edad indefinible, vivaz y enjuto, cubierto con un sombrero de paja cruda y vestido con una especie de guardapolvos o sabitelo que insinuaba, pese a la innegable nobleza del rostro y el porte, cierto aspecto forajido, tal vez de buscador de oro de película. No recuerdo lo que hablamos con él, si es que algo hablamos, pero tengo la sensación de que si ahora mismo volviéramos al lugar allí estaría. Y entre sus mano brillaría aún, como entonces, un pequeño disco de oro.

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Ilustración ©️Javier Serrano, 2020

3. Dahshur


La pirámide roja de Dahshur está muy cerca de El Cairo. Llegamos a ella de buena mañana y, tras ascender la empinada escalera que conduce a la boca de acceso, nos adentramos en su interior descendiendo a través de un rampa angosta cuyo suelo estaba jalonado por travesaños de metal a modo de peldaños. La altura, aunque por lo común permitía avanzar agachados, en algunos tramos exigía hacerlo casi en cuclillas y eran esos los momentos en que, además de recibir algún rasponazo inesperado, se cernía sobre nuestras cabezas y nuestras almas el profundo misterio de lo que la muerte pudo significar para el antiguo pueblo egipcio, y cuál no sería su indescifrable valoración para levantar a su amparo semejantes y del todo incomprensibles estructuras.

Aquel descenso ad inferos culminaba en una sala cuadrada de no más de cinco metros de lado donde ya era posible estar completamente erguidos y en la que, por encima de cualquier otro pensamiento, meditación, sospecha, lucidez o pesadumbre, se imponía un penetrante y agrio olor a desinfectante, como resumen acaso último de que por mucho que le hagamos altares, alardes, libros, cuadros, ritos y todo tipo de cucamonas a la muerte, la verdad del todo inexcusable es que no conseguimos librarnos de ella.
Recuerdo —extrañamente, pero es así —que, antes de iniciar el regreso hacia la luz desde el corazón de aquel laberinto, lo que se me vino a la mente fue la ocurrencia de que John Huston tenía razón: un sencillo e incluso ingenuo paseo entre el amor y la muerte, eso es la vida.
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miércoles, 24 de junio de 2020

El trébole

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Edward Robert Hughes: Fantasía del verano, 1911.
Probablemente se lo había inventado todo, pero le hicimos caso. De modo que buscamos las pilicas curtidas de machos cabríos, nos calzamos las grandes albarcas con sus zaragüeyes, cogimos el cencerro mudo del castrón, la cayada de nudos y la birreta tripicuda y, por la puerta falsa del corral, nos hemos venido hasta esta orilla del río, a esperar a que suba la luna y el primer rayo de sol nos señale la fuente de los secretos, el lugar del agua nueva y el sitio del trébole. Por ritos que no quede. Ni por objetos de poder.
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martes, 23 de junio de 2020

Ludwig dice...

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Bartolomé Esteban Murillo: Dos niños jugando a los dados; entre 1670 y 1675.
Academia de Bellas Artes, Viena.
Si todos los objetos son dados
todos los dados son si objetos.
Si todos son los objetos dados
los objetos dados si son todos.
Todos los objetos son si dados
si dados son los todos objetos.


Sind alle Gegenstände Gegeben...
(L. Wittgenstein, Tractatus..., 2-0124)

(Serie “Dados”, tirada final).

lunes, 22 de junio de 2020

Adagia andante (14)

Poesía es creación de realidad.
Y dice Stevens: «Un poema no necesita tener sentido y, al igual que otras cosas de la naturaleza, muchas veces no lo tiene» (cláusula 251). No se olvide.

¿Y qué hay de nuevo? Con las viejas palabras el poema logra iluminar aspectos inéditos del mundo. Pero es necesario no confundir lo nuevo con lo novedoso. Ni el amor con el comercio de la carne.
Es aquí donde a veces se despeñan los caminos de la mano surreal dejada a su albedrío. El inconsciente es un reino entre tinieblas: hay que apartarlas para poder verlo. Pero por sí solas las tinieblas no son nada.
En la realidad caben todos los reinos. Fuera de ella solo hay un exceso putrefacto de mala fantasía. Tal vez un demonio.
La imaginación es real.
Los poemas —claro— están hechos de palabras reales: cuando fluyen excitan nuestra mente.
La apariencia del poema es su presencia: conviene no dar nunca nada por supuesto.
Y en eso, más que en ninguna otra cautela o dato previo, estriba la experiencia de la poesía. Vida que se crea ahí. Y que vuelve al origen (de la lengua) en busca de su originalidad.
A menudo el poema nos enseña cómo se hace el poema. Entre teoría y vida no siempre hay término medio. Tampoco entre vida y poesía.
Poesía es un modo de mirar moralmente el mundo. Y es también la creación de un orden nuevo.
Y, sin embargo, nada hay en en el poema que dé órdenes. Tan sólo mueve la voluntad por compasión o empatía: el acorde que es capaz de vibrar y hacer vibrar.
Casi siempre —a poco que prestemos atención— la poesía pone en juego un ejercicio pleno de sentido común.

Ciaccona en la mayor, de Johann Heinrich Schmelzer (1620-1680).
 Violín: Hélène Schmitt.
Agradezco la pista a Manuel Martín Galán, expertísimo conocedor de la música barroca, 
y a mi amigo Daniel Galán por su mediación.

Entre dos luces

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Albert Bierdstadt: Atardecer en la pradera, hacia 1870.
Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, Madrid.
«La vida de los otros es, al final, la que siempre será un misterio. Aunque sólo puedas saber de ellos, verdaderamente, a través del misterio de tu vida», leyó. Había pasado la tarde divagando entre viejos recuerdos personales, monótonos y oscuros, y los recuerdos vivos y bien ordenados de un cómico admirable. Y entre una y otra experiencia —contrastes al margen— parecía abrirse paso una órbita de sentido capaz de reducir, si no el misterio, sí la dificultad de interpretación para no volverlo por completo insignificante. Y fue ahí, justamente ahí, cuando se abrió paso, de golpe, el destello de luz que inaugura el crepúsculo.
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domingo, 21 de junio de 2020

Llegada a Oniria

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Darío de Regoyos: Artecalle (Durango), 1905. Colección Particular.
Cuando llegué al lugar, el Demiurgo me estaba esperando. «Estabas en lo cierto —me habló—. No hay diferencia entre dormir y velar: en ambos casos estamos soñando».

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