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Ilustración ©️Javier Serrano, 2020 |
Si se pone a recordar cuál pudo ser el primer paseo de su vida, en su memoria se entremezclan dos lejanos fogonazos, cenizas casi de un perdido resplandor. En uno se descubre de la mano de dos jóvenes militares —tal vez dos reclutas del cuartel del Cerro Negro—, caminando muy ufano entre ellos, mientras ve venir hacia él a la madre, muy alterada pero sonriente, a causa de lo que años después sabrá que fue un afortunado hallazgo y reencuentro, tras el susto grande por un niño perdido en el bullicio de la feria.
El segundo vislumbre, que está unido tanto temporal como espacialmente al anterior, lo sitúa frente a una boca de riego en unos jardines cercanos a una ermita: allí está mirando el charco de broza y hojas que se ha formado alrededor de una tapadera de metal removida y, de forma inexplicable, acaso por torpeza o por curiosidad, poco después está comprobando desolado que ha ido a meter en él un pie —izquierdo o derecho, qué más da— justo la mañana en que acaba de estrenar sus primeros zapatos Gorila, tan preciados en aquellos tiempos, además de por su graciosa forma redondeada, por la pelota de goma maciza que regalaban con su compra y que, botada con habilidad y fuerza, podía elevarse hasta alturas casi inverosímiles.
De lo que ya no queda huella alguna en su memoria es de lo que ocurrió después, al regresar al banco del que se había alejado y donde tal vez tuvo que inventar alguna excusa más o menos fantasiosa —«es que se me había caído la canica dorada»— para explicar aquel desastre y poder volver a casa sin otros contratiempos.
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