Caballo de Troya, grabado alemán de 1875. |
«Cuando cualquier virus entra en el cuerpo, se activan dos líneas de defensa del sistema inmune. La primera es innata, la tenemos desde que nacemos y consiste principalmente en macrófagos, células devoradoras que se lanzan a ciegas contra cualquier invasor, lo engullen y lo descuartizan. A la vez se activa la segunda línea de defensa, la adaptativa, que es específica para cada patógeno. En este cuerpo de élite están los anticuerpos, proteínas que han recibido un retrato robot del virus: un fragmento de la secuencia de su genoma llamada antígeno. Cuando encuentran ese fragmento, que puede ser una de las proteínas que recubren al virus, se unen a ella y evitan así que la partícula viral contagie a otra célula e inician el proceso para destruirla», eso decía —y literalmente: gracias Nuño Domínguez— la crónica desde el verdadero campo de batalla: nuestros cuerpos. Ya sabíamos que teníamos dentro la guerra de Troya, pero tal vez nunca antes habíamos sido conscientes de hasta qué punto. Fieles a la memoria de nuestra especie y guiados por la fuerza de nuestros sueños, confiemos en que el combate cese pronto y Eneas, con su hijo de la mano y su anciano padre sobre los hombros, pueda emprender el camino hacia los montes.
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