domingo, 25 de agosto de 2019

Conexiones

Máscara griega

(Al hilo de los días). Con interés y sorpresa he leído este artículo de Javier Cercas en EPS porque, además de su propio interés, tiene la azarosa virtud de conectar los temas principales de dos obras de teatro (sendos monólogos) que hemos podido ver, viernes y sábado, dentro del Festival Internacional de Teatro, Música y Danza de San Javier, que en este 2019 ha llegado a su 50ª edición, nada menos. Me refiero al Esquilo de Rafael Álvarez «El Brujo», un nuevo recital de frescura e inteligencia del gran actor cordobés, un artista único en su género, e Intensamente azules, la original pieza del siempre inspirado Juan Mayorga que César Sarachu interpreta con un gran dominio de ciertas técnicas de mimo (o caricato tragicómico) muy personales y una forma convincente de decir un texto que se caracteriza por su fino hilar entre el absurdo, el surrealismo, el vuelo poético y una impecable lógica narrativa. Cada espectáculo merece comentario aparte, pero lo curioso es que el artículo de Cercas, con su contraposición entre las filosofías de Nietszche y Schopenhauer, reúne y sintetiza lo más relevante que en ambas obras se dilucida como «temas de fondo»: el discurrir de la vida humana entre dos grandes vértices y vórtices: el del deseo siempre insatisfecho y el de la racionalidad que apuesta por la mesura. La vieja contradicción entre lo apolíneo y lo dionisíaco, y la duda y reto permanente de saber si es posible, de algún modo o ‘maniera’, una síntesis vital entre ambos.
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El Papagayo de Lancelot

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Una de las calas de la Punta del Papagayo, en la isla de Lanzarote. Foto: LocalSeo.
A Punta Papagayo, en el extremo de playa Blanca, municipio de Yaiza, en el entorno de la montaña de escorias aún calientes del Timanfaya y cerca de los coloristas y deslumbrantes lienzos de la salinas de Janubio, la tengo asociada a una foto divertida en la que se ve sentado a Gonzalo —¿o se llamaba Julián, tal vez Jaime...?: era el chico de la pareja madrileña con la que coincidimos en una comida durante aquel primer viaje a Lanzarote y con la que compartimos el resto de la estancia en la isla; ella, seguro, de nombre Blanca—; él, como digo, está sentado cerca del agua esculpiendo con la arena húmeda alrededor de su regazo un enorme falo levemente puntiagudo y hacia el que mira con cara de pícaro, mientras yo le comento —y esto lo recuerdo porque lo tengo escrito al dorso de la foto— que ya estaba subiendo la marea y aquel rincón de la cala no tardaría en quedar aislado, rodeado completamente por el mar.
—Me pillas en pleno pensamiento circunstancial, orteguiano por más señas —me respondió, antes de levantarse y desbaratar con ello su escultura.
No deja de ser curioso que de uno de los lugares más diferentes que he visitado en mi vida se me imponga como primer recuerdo espontáneo esta escena que, a medida que la voy describiendo, ha logrado que se me dibuje una gran sonrisa acompañada de una franca añoranza, nada pegajosa, no sé si por los días alegres del pasado, que sé que no van a volver, o más bien por el pasado de los días turbios del presente, cuya naturaleza me parece a veces tan otra que incluso encuentro difícil verle la continuidad. Será, me digo, el efecto Papagayo. En diferido, pero incontenible.

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sábado, 24 de agosto de 2019

Borges, a los 120

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Borges, el lector.

(Hablarle a Borges: especial 120º aniversario). Dicen que Borges lo dijo o escribió casi todo antes de morir. Lo dicen y lo repiten tanto, que a menudo cualquier sentencia de cierta enjundia que circula por la red se le atribuye y hasta se arman grandes polémicas al respecto. Con todo, no son pocos todavía —quizás su número sea muy superior al otro— los que identifican el nombre de Borges con unos excelentes frutos secos. La realidad es así de caprichosa y a menudo incomprensible. De hecho, el orbe entero, con sus infinitas circularidades y bifurcaciones, parece una invención de Borges. O poco más. Hoy (24 de agosto de 2019) el escritor hubiera cumplido —en puridad, cumple: la eternidad es igual a sí misma— sus primeros 120 años.

La madrugada en Roses

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Playa de Santa Margarida, en Roses (Girona). Foto: AJR, 2015.
La madrugada suele ser hermosa en cualquier parte. Incluso en sueños. Pero a veces se adelanta a sí misma y, si estás atento y tus ojos responden, puedes sorprenderla cuando aún se está descorriendo el telón del cielo para que empiece la función. Así me pasó una vez en Roses. Un pesquero, un caminante madrugador, las últimas luces de la noche fueron testigos. Y el ratón gigantesco de piedra y sombra que a estas horas siempre se acerca a beber del mar.
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viernes, 23 de agosto de 2019

Caballos en Ibiza

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Amanecer, playa, caballos. Foto de Paquito.
En uno de los dos o tres veranos más o menos jipis de mi juventud me fui con mi novia de entonces en autoestop a Ibiza. Hacer dedo era una forma habitual de viajar, y lo que hicimos fue salir una tarde (ya bien tarde) de la calle Zurita de Madrid, mochilas y sacos de dormir a la espalda, y tras coger el metro, enfilamos la carretera de Valencia rumbo a la costa. Recuerdo que la primera noche dormimos en los pórticos de las escuelas de Motilla del Palancar, por recomendación de alguien. Y al día siguiente, a eso de las tres de la tarde, estábamos en el puerto de El Saler para tomar, hacia la medianoche, el barco de la compañía Transmediterránea que en unas ocho horas nos llevaría a nuestro destino. Hicimos la travesía en las muy económicas sillas-toldillas y, con los cuerpos molidos pero animados por el amor a la aventura, al amor mismo y en pos de las promesas ibicencas, llegamos a la entonces mítica isla muy de mañana. Teníamos el contacto de unos conocidos, pero por motivos que no recuerdo bien no logramos dar con ellos y, tras pasar el día vagabundeando por la ciudad alta y las callejuelas cercanas al castillo, decidimos quedarnos a dormir en la playa, cerca de la instalaciones de un lujoso hotel cuya piscina y duchas utilizaríamos, sin grandes contratiempos y con gran frescura, a la mañana siguiente para nuestras abluciones. Aquel fue un verano de cierto atrevimiento, incluso de locuras, aunque casi siempre bajo control, y durante él ocurrieron sucesos que ahora ni yo mismo me creería, de modo que será mejor pasarlos por alto y dejarlo todo fijado en una imagen: la del amanecer dentro de un saco de dormir doble junto al mar, con la cara cubierta de arena, los ojos borrosos, y el asombro compartido de ver galopando por la playa, hacia la salida del sol, dos magníficos caballos con sus respectivos jinetes, tal vez también una pareja, que al alejarse levantaban al paso de las olas un vuelo de espuma, mientras sus siluetas, altas, ágiles, fantásticas, se recortaban con gran nitidez sobre la bruma del fondo. Pocas veces he tenido un despertar más impactante..., seguido de un no menos poderoso sobresalto: por la bien visible trayectoria de las huellas de los animales, no tardamos en advertir que sus patas habían pasado a menos de un metro de nuestras cabezas y que el amanecer podría haber sido un tanto, digamos, traumático. ¡Cabecitas locas! Debía de correr el año de gracia de 1976 o 1977. Nunca he podido precisar de qué playa se trataba. Probable es que fuera la de Figueretas o D’en Bossa. Aunque la lógica del relato apunte claramente hacia Es Cavallets.
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jueves, 22 de agosto de 2019

Navidad en agosto

Puerta de Sol y Príncipe, epicentro de la Navidad en Vigo.
El centro de Vigo en Navidad. Foto tomada de La Región.
(Al hilo de los días). Quizás alguien se acuerde aún de las famosas “serpientes de verano”, esas semifalsas grandes noticias, sinuosas y arteras como pieles de ofidio, que servían a los medios para llenar papel y tiempo cuando la baja intensidad política y el decaimiento general de la actualidad hacían necesario inflar hasta los límites de lo insoportable cualquier asunto banal o incluso memo que a ello se prestara. O sea. Al saltarme hoy en el móvil este titular, aún en el sopor meridiano de la hora Siesta, como un reflejo he mirado el calendario, por si las vacaciones fueran las de diciembre y el día el de los Inocentes. Pero una vez recobrada la conciencia temporal, ha sido el recuerdo de ese viejo truco periodístico el que me ha venido a las mientes. Aunque bien pensado la extraordinaria “noticia” de la fecha precisa en que se encenderán las luces navideñas en la ciudadela de don Abel Caballero es realmente apasionante. Y, sin duda, luminosa. Me parece que, como ocurre con la lotería que ahora se anuncia en tanto chiringuito playero, todo viene a suceder en un tiempo sin distancias, y en un espacio circular que no deja de dar vueltas sobre sí mismo, un poco al estilo de los trenes de la bruja que aún se ven en algunas ferias y corros verbeneros, y donde a poco que te descuides aún te sueltan un escobazo que de repente te vuelve un poco mayor. Este papirotazo de La Región tiene la virtud de ponernos al borde de la nieve invernal en plena canícula. Una prueba más de que debemos de estar encaminándonos hacia el gran Aguacero, el punto Cero de todos los diluvios, maniluvios y plenilunios. Qué sé yo.

Isla Mujeres

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Acantilados de Isla Mujeres, Quintana Roo. Foto tomada de Voz del Pueblo. Zona maya.
En el Caribe mexicano, como tal vez en todo el Caribe, hubo piratas mucho antes de Johnny Depp, y no cabe descartar que entre ellos destacara alguna mujer, aunque la historia suele ser igualmente cicatera a la hora de reconocer el protagonismo femenino entre los “malos”. No pensábamos en esto cuando nos sumamos a la expedición de atrevidos pulsereros, recolectados por diversos hoteles de Cancún, la Riviera Maya y otros núcleos yucatecos, en los dominios provinciales de Quintana Roo, para practicar esa forma ligera de buceo llamada esnórquel en las costas de Isla Mujeres. Una actividad que sería fantástica si uno no estuviera todo el rato con la mosca detrás de la oreja —o, con mayor precisión, en la espita del tubo respiratorio— por mor de asegurar el pellejo en un medio tan inestable, movedizo y traicionero como son las aguas de más de dos metros y medio de hondura. Así que el gozo, sin desdeñar la memoria del ojo sumergido, comenzó de verdad una vez de nuevo en tierra firme al recorrer, a bordo de una especie de carrito de golf, la isla toda, sus poco más de cuatro kilómetros cuadrados, y admirar, además de sus casas flexibles, los esbeltos palafitos con graciosa pasarelas, las playas largas, estrechas, tropicales, especialmente en el lado norte —y a menudo infestadas de turistas asoleándose como auténticos caimanes—, los valiosos arrecifes coralinos en el paraje que le dicen del Garrafón, los leves promontorios meridionales —donde al parecer estuvo el templo de la diosa maya lunar Ixchel— y, finalmente, además de la muy curiosa y destartalada Hacienda Mundaca, el colorista, estrámbótico y naíf cementerio del lugar cuyas lápidas y figuraciones están repletas de huellas de historias de amor, ambición y —claro está— de muerte. Isla Mujeres es el primer punto del territorio mexicano que cada día visita el sol. Por algo será.
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