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Marcel Gromaire: La Guerre, 1925. Musée d’Art Moderne de la Ville de Paris. |
El sargento primero Ramón, más conocido por la tropa como Cabezabuque, se pasó toda mi mili tratando de pillarme en un renuncio, especialmente en el trance de fumar algún porro, o algo más fuerte, y a ser posible en la oficina de la escuadrilla de instrucción, a la que yo como cabo furriel tenía acceso libre. Y es verdad que alguna vez no nos cazó, a mí comilitón el Charro y a mí, por muy poco. Lo más risible fue el día en que entró de golpe en la oficina y se puso a hurgar en los cajones de la mesa del brigada Marín, nuestro jefe inmediato. Había allí una pequeña caja con menudencias y basurillas varias, tornillos, arandelas, algún resto de cable..., y en medio de toda aquella barahúnda un buen trozo de masilla cristalera. Era digno de verse el gesto de sabueso de película con el que Cabezabuque olisqueaba aquello y la sibilina intención con la que nos miraba enarcando los ojos más de lo que ya de por sí le obligaba a hacerlo su menguado arco superciliar, que acabó convertido en poco más que el trazo de un dibujo animado cuando me lanzó una ojeada desafiante como diciendo: «A mí no me la das, periodista» —así se empeñaba en llamarme—, «que te tengo calao...» No sé cómo pudimos contener la risa, supongo que disimulando o fingiendo estar enfrascados en ultimar la lista de los servicios cuartelarios del fin de semana. Tampoco recuerdo cuál fue el desenlace de la escena. Me parece que desde entonces, además de por el nombre alusivo a su poderosa testuz, al sargento primero Ramón comenzamos a llamarlo Chusquero Masilla, aunque estoy casi seguro de que él nunca llegó a enterarse. Como sé que tampoco leerá estas líneas, aunque el mundo da a veces vueltas tan extrañas que nada es por completo descartable.
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