(Cinemagias, 🎞17). ¿Tiene algún significado la expresión «un clásico absoluto»? Seguramente, sí. Pero por si hubiera alguna duda, he aquí un botón de muestra. De Río Bravo. La música, desde el envidiable relajo de Dean Martin, es una delicia minuciosa, pura fascinación. Pero la forma de moverse de John Wayne, cómo desplaza su cuerpo, con el cazillo en la mano, y cómo se planta en medio de la sala..., toda esa sabiduría corporal... resulta inefable. De gestos y rastros como estos está poblada nuestra memoria. Aunque puede que apenas recordemos todo lo demás. (Primera publicación en Facebook, 08.07.2017)
(Lecturas en voz alta: Face to FB et Alii) No debemos perder de vista que, en todas estas tecnologías tan fantásticas como imparables e invasivas, hay maniobras (en la oscuridad de nuestra condición de analfabetos tecnológicos) cuyo último cometido es vigilarnos por dentro. Y en ese movimiento puede estarse fraguando un nuevo y terrible modo de esclavitud: limpio, perfecto, implacable: anula la conciencia, sustituyéndola por la satisfacción inmediata de las necesidades más groseras del "yo". Darle una vuelta (como en este artículo). Darle la vuelta.
(Cinemagias, 🎞16). Caótica Ana (2007), pese a su manifiesta irregularidad, las redundancias narrativas y algunos despistes argumentales, es una de la películas del «último» Julio Médem que me han dejado mejor sabor de boca y mayor disfrute visual. Concebida como un homenaje a su hermana fallecida y, prolongado esa clave, como una exaltación del papel de la mujer a lo largo de la historia, es una obra llena de secuencias poderosas y coloristas, alguna realmente terrible y otras de gran belleza.
Uno de sus momentos más logrados, con un peso central en la historia, es este baile entre la protagonista, Ana (Manuela Vallés), una joven pintora extremadamente sensible y con un gran poder onírico, y su padre, Klaus (Matthias Habich), viejo hippie asentado en Ibiza al que le han diagnosticado una enfermedad mortal. Ana, que desde hace algunos meses vive en Madrid, en una comuna de artistas, vuelve a la isla para despedirse de él.
La escena queda enmarcada –y exaltada– por la voz de un Antonio Vega, aún con buen aspecto, que interpreta la canción a través de la cual Enrique Urquijo (de Los Secretos), inspirándose en una conocida balada, contó casi proféticamente su triste final. Se configuran así unas imágenes de las que, además de por su propia fuerza, emana un aura envolvente de belleza trágica. Y de verdad.