viernes, 25 de septiembre de 2015

Grafoterapia


[...] Aunque lo más importante de lo que quería decir tiene que ver con el peso curativo de la escritura. La escritura cura. No afirmo con ello que el hecho de expresarse por escrito sea la mejor terapia y la más asequible, que también, sino que la escritura manual, en su sentido pleno de ejercicio de grafomotricidad, es el más poderoso reconstituyente que conozco frente a los estragos de la vida diaria. Supongo que algo parecido les ocurrirá a los pintores con el dibujo o incluso, y hasta más probablemente, con la aplicación del color sobre el lienzo (o sus múltiples variantes).

El dibujo de la caligrafía tiene una virtud física, gimnástica, innegable, además de un poder visual evidente. Me paro a contemplar los trazos de estas letras que, ahora que se sienten observadas, sufren el efecto de la contemplación, el síndrome del testigo incómodo, y veo cómo perfilan sus cimas y sus pozos, qué gran poder de concentración hay en sus giros ovales, de qué modo oscilan sus posturas disímiles entre la fijeza del asceta y las volteretas del saltimbanqui, cómo bullen sus espacios vacíos, su entrañas en blanco, qué relieves acaba adoptando el mapa sobre el que, más allá de las manchas de tinta o de carbón que los crean, los signos insinúan y modelan un mundo indescifrable...

Hay, debe de haber, una continuidad natural entre la escritura manual y el dibujo. Una lógica común o algún parentesco entre los gestos compartidos de estas dos formas de abordar el mundo. Y puede que también detrás de ellas, de ambas, esté atrincherado, apenas advertido pero presente, el anuncio del cansancio que todo esfuerzo cognitivo lleva implícito. Porque es más fácil, y hasta más natural, esforzarse en la parte material o artesanal de la tarea de vivir, en vez de aventurarse por la solitaria avenida de pensar lo invivido. Así, la caligrafía y el dibujo serían una especie de aplazamiento, del reconocimiento de la imposibilidad del pensar a fondo sobre cualquier cosa, incluida esta frase. También la revelación de la inutilidad de querer reducirlo todo a un esfuerzo mental.

He aquí un gesto que se traduce en un acto vicario, incluso puramente mecánico, y que en realidad no es más que la prueba de una nueva huida del lugar de la lucha. Una forma de ponerse a salvo en un espacio (¿un cielo?) protector donde la conciencia no sea sólo dolor. Quizás para intentar zafarnos así, y mientras sea posible, del verdadero dolor, del que intuimos, apenas entrevisto, que no seremos capaces de soportarlo. O que la única manera de poder hacerlo será de nuevo, y una vez más, la máscara: sabernos otros, fingirnos otros, personalmente abolidos en todos los extremos que no cesan de arrasarnos.

Y así es como va creciendo, mientras la mano avanza a su albedrío, se diría que desconectada de toda conciencia (aunque no sea cierto), una experiencia que, al intentar apresarla y expresarla, constatamos que se revuelve sobre sí misma y siempre desemboca en el balbuceo de una caminata que nos lleva al centro del bosque de los signos vacantes. Ese espacio en el que las palabras, despojadas de todos sus sentidos, cuelgan de las ramas como los harapos del fin de una fiesta de la que sólo sabemos que ha tenido lugar en ese rincón de nuestra alma al que ya no podremos regresar nunca.

(Tiempo contado, sábado, 11 octubre 2014; 13:21)

Imagen: 
Las manos del poeta Rui Knopfli
Foto de J. F. Vilhena. Tomada de aquí.

viernes, 18 de septiembre de 2015

Gasol y las demás estrellas


No soy lo que se dice un gran aficionado al baloncesto, aunque sea el único deporte, junto al pimpón, en el que de niño y adolescente conocí alguna gloria deportiva, o al menos vivida por mí como tal, por cuanto en todos los demás juegos era, sin ambages, «malo». O, lo que es lo mismo, torpe y carente de cualidades que, en la panda de amigos o entre os compañeros de colegio, me situaran en una posición no humillante a la hora de la formación de los equipos mediante la cruel selección que los capitanes de cada bando realizaban, nombre a nombre, tras la consabida disputa «a pies». Aquello si que era una escuela de supervivencia, en cuanto a la autoestima y la valoración por parte del grupo de iguales, bases sobre las que, como los psicólogos saben bien, suelen cimentarse muchos rasgos de nuestra personalidad social e incluso íntima.

Pues bien, sin ser, ya digo, un forofo del básquet, recuerdo pocas emociones deportivas tan intensas como las vividas esta noche durante el partido Francia-España. Un partido que más bien recordaba al suplicio de Tántalo: una y otra vez creíamos que el agua se hallaba ya al alcance de la boca, pero siempre volvía a bajar su nivel, y Francia volvía a irse en el marcador e incluso parecía estar a punto de dejarnos de nuevo en la cuneta. Pero esta vez, por fortuna, el héroe no se llamaba Tántalo (ni Sísifo), sino Pau Gasol. Un gigante que, haciendo honor a su nombre y flanqueado por un cuarteto de auténticas estrellas de la canasta, todos ellas provistas de una infinita capacidad de sufrimiento, hizo salir la luz en plena noche y en plena cancha, cuando ya algunos, hombres de poca fe, creíamos que todo estaba perdido.

Los golpes de pecho y el gesto de rabia jubilosa con que Pau Gasol celebró la más decisiva de sus muchas jugadas geniales han sido uno de esos momentos sin tiempo que ya forman parte de la leyenda en la historia deportiva de nuestra sensibilidad, como el gol de Marcelino a Rusia, la caída de Ocaña en el Tour del 71 y su triunfo en el del 73, la sonrisa de Paquito Fernández Ochoa tras ganar el eslalon (entonces slalon) en Sapporo, la medalla de plata en Los Ángeles del equipo de baloncesto liderado por el malogrado Fernando Martín, los giros de cabeza de Fermín Cacho en la recta final de los 1.500 de Barcelona, Induráin en cualquiera de sus Tours y en todos ellos, el cuerpo a tierra de Nadal en Wimbledon tras derrotar a Federer o, por supuesto y sin estirar más los grandes recuerdos del forofo, el gol de Iniesta en la final de Sudáfrica.

Un repertorio al que sin duda pueden añadirse algunos otros hitos más particulares, menores, pero no menos significativos. Personalmente, por ejemplo, contabilizaría también los cinco goles que Fidel Uriarte, vistiendo la zamarra del Athletic, le endosó al Betis en un partido de 1967, aboliendo con ello un duro invierno. O la vez aquella en que Perico Delgado le robó la cartera a Robert Millar en la sierra de Madrid. Se trata, en suma, de una secuencia gloriosa a la que la emocionante, descomunal, trepidante, soberbia e inolvidable gesta liderada por Gasol, resumida en un gesto de hechuras míticas, acaba de sumarse para siempre.

Gracias, Pau, por esos momentos de pura felicidad.

(Para mi amigo Antonio del Camino, que lo habrá disfrutado como sólo los sibaritas de la canasta pueden hacerlo.)



martes, 15 de septiembre de 2015

El parentesco según Ferlosio

«(Parentesco) El perrito sentado sobre las patas traseras tiritando de frío junto al aldeano inmóvil sentado con las piernas extendidas en mitad de la pradera y al que el escudero se acerca a preguntar en El séptimo sello es sin duda el tatarabuelo del que viene trotando entre las patas del caballo en El caballero, la muerte y el diablo», escribe Rafael Sánchez Ferlosio en uno de los pecios, o textos rescatados del  naufragio de escribir, recopilados y publicados hace ya unos meses bajo el título  de Campo de retamas (Pecios reunidos). Es una de las muchas resonancias y conexiones que este maestro del idioma sabe poner en primer plano al llevar las palabras --y en este caso las imágenes-- hasta un punto que acaso se parezca a lo que Roland Barthes llamó «el grado cero de la escritura», un espacio o postura en los que es posible tensar la cuerda del arco al máximo y, en consecuencia, la flecha o la palabra o la imagen pueden alcanzar su más alto vuelo. 

Esta perspicaz lección de zoología pone de relieve, además, una de las cualidades que la escritura de Ferlosio concentra como pocas: hacerse insustituible y subyugante por su capacidad de precisión. Leyendo esos logros expresivos, que en este libro son muchos, queda de manifiesto la verdadera naturaleza del genio creativo de su autor: es el del poeta, el hacedor de mundos. Aunque para ello apenas escriba versos. Y digo apenas porque, curiosamente, el libro, que se abre con un poema de su hija Marta y se cierra con otro gesto amoroso, incluye también una muestra, tan breve como atinada, de la habilidad con que el habitante más ilustre de La Prospe, maestro de una sintaxis que a menudo pone a prueba las circunvoluciones cerebrales, sabe manejar el renglón corto. 

lunes, 31 de agosto de 2015

Z y X no son X y Z


Al volver sobre sus pasos, el Detective comprendió que, en efecto, alguien lo seguía. Estaba a punto de resolver el misterioso asesinato del profesor de matemáticas, un caso tan complicado que ya era conocido como El Crimen, y parecía claro que había gente interesada en que no lograra su propósito. Por eso no se extrañó cuando, nada más doblar la esquina y tras haber desenfundado su pistola, se dio de bruces con aquel individuo mal encarado que lo apuntaba fijamente. El Detective fue más veloz: antes de que su perseguidor pudiera iniciar un solo movimiento, ya había vaciado el cargador de su Beretta contra él. La gran cristalera de lo que parecía ser una tienda de modas saltó en mil pedazos y, al desmoronarse, mostró en su interior la entrada camuflada del aula de una escuela que había logrado salvarse de la destrucción. Sobrevivía además en ella una gran pizarra en la que, escrito con tizas sin duda también clandestinas, aún podía leerse el siguiente mensaje...


Imagen: Ante la gran pizarra. Foto de Paulus NR. Tomada de aquí.

[Retomo de los Arcones de la Posada este "micródromo" (una suerte de microrrelato cuyo corazón es un palíndromo) publicado por primera vez el 7 de octubre de 2013, a las 11:58. En esta su segunda aparición, quiero dedicarlo a la memoria de Alan Turing, gran descifrador de enigmas y padre de muchas máquinas que están en la base, y en los cerebros, de nuestros modernos ordenadores. Por mera casualidad, anoche estuve viendo, con gran placer, The Imitation Game, una excelente aproximación fílmica a su vida y su obra.]

miércoles, 26 de agosto de 2015

Qué culpa tendrá el tomate...

Que una fiesta tan asquerosa como la Tomatina de Buñol haya alcanzado tanta resonancia internacional y cibernáutica sería por sí sola razón suficiente para poner en tela de juicio la deriva emocional y estética de la especie humana, si no hubiera otras muchas y más graves causas para cargarse de dudas al respecto. Pero hay algo en esta fiesta agosteña especialmente repugnante, más allá de su presunta condición de ritual primitivo o de su valor vagamente ejemplificador de las ceremonias de potlatch, o desafío en el despilfarro, que tan minuciosamente describió, entre otros, el lúcido y extremoso maestro Georges Bataille. Reconozco que puede ser un prejuicio frente al  malestar que me produce la viscosidad, en general, y de forma particular, en su condición pulposa, pero soy incapaz de segregar otra reacción que la del puro asco frente a la mayoría de las imágenes que a estas horas desbordan de jugos tomatinos todas las aceras de la información. La Tomatina de Buñol es una muestra, así me lo parece, del triunfo de cierto instinto muy propio, aunque no exclusivo, de la sensitividad mediterránea: una pulsión tanática, también infantiloide, que sólo se sacia con el ejercicio demorado y recalcitrante de alguna variante más o menos elaborada de la coprofilia, el amor a la mierda.

martes, 25 de agosto de 2015

Mestizaje



El peso decisivo que el mestizaje tiene en la historia humana, tanto desde un punto de vista antropológico general como en terrenos específicos (cultura, arte, deporte...), solo puede ser puesto en duda desde posturas reductoras que, aun esgrimiendo razones diversas, suelen coincidir en su empeño por hacer prevalecer una visión del mundo plegada a ciertos intereses y cuyo común denominador es también el miedo, muchas veces disfrazado de arrogancia.

La invocación de «la pureza de los orígenes» de cualquier cosa, incluso de cualquier tipo de «pureza» (una palabra que para muchos de mi edad tiene connotaciones marcadamente sexuales y represoras), suele esconder, en el mejor de los casos, un ingenuo reclamo de inocencia ahistórica que presupone la existencia de una realidad primigenia situada no sólo más allá del bien y del mal sino antes del tiempo y fuera del espacio. Una falacia.

Frente a esos impulsos, tan genuinos y raciales como, por eso mismo, disparatados, una mirada desprejuiciada hacia la historia pone en primer plano el poder creativo del mestizaje, de la mixtura, del arte combinatorio. A su mediación se lo debemos todo, no sólo en el riguroso orden mendeliano de la genética sino también en el de la comprensión de osadías tan fecundas como, por ejemplo, la búsqueda del desorden racional de los sentidos propugnada por el joven Rimbaud, o la fuerza con que Chagall supo hacer crecer el mundo de su infancia en contacto con las vanguardias de París. Tanto en el plano biológico como en el terreno cultural o artístico, en el principio fue la mezcla.

Una punzada concreta de estas lucubraciones la sentí con claridad hace ya unos años escuchando el disco Os amores libres (1999), de Carlos Núñez. Una obra en la que el artista gallego funde influencias de procedencia diversa, con predominio del flamenco, con la estética atlántica y enxebre de su tradición.

Y de ese disco me sentí aludido de modo personal por la pieza titulada «A orillas del río Sil», que cuenta, con tópicos felices y mezclando aires de rumba con vivos ritmos galaicos, una arromanzada historia de amor entre el norte y el sur, dos de las dimensiones que intento propiciar en mi experiencia buscando la alianza entre una y otra como el que atiende a seducciones de naturaleza distinta y se deja tentar en varias direcciones.

Ya en su anterior trabajo, unas singulares Cantigueiras habían despertado en mi memoria ecos de la fusión entre el bosque umbrío y la llanura mesetaria, los dos paisajes en que transcurrió mi infancia. En esta zambra situada al pie del río que baña la Ribeira Sacra, la mezcla de la gaita y las flautas nórdicas de Carlos Núñez con la voz tan sureña de Carmen Linares consigue situarme frente a un espacio de reconocimiento que a veces visito con la ilusión del que regresa a un hogar muy querido, puede que ilusorio, sin duda irremediable.

(Sólo he podido localizar esta versión, en la que faltan algunos compases al final. Mis disculpas. Procuraré remediarlo en cuanto sea posible.)
Imagen superior: El concierto (1957), de Marc Chagall. Tomada de mycoloredlinks.com





Rescatado de los Arcones de la Posada.
Primera publicación: 14 de enero de 2011, a las 20.00 h.

domingo, 16 de agosto de 2015

Travesía

 

Y en medio del verano, 
                                                 esos días 
                en los que reverbera la sospecha 
                 de que el desierto es la vieja casa.