El peso decisivo que el mestizaje tiene en la historia humana, tanto desde un punto de vista antropológico general como en terrenos específicos (cultura, arte, deporte...), solo puede ser puesto en duda desde posturas reductoras que, aun esgrimiendo razones diversas, suelen coincidir en su empeño por hacer prevalecer una visión del mundo plegada a ciertos intereses y cuyo común denominador es también el miedo, muchas veces disfrazado de arrogancia.
La invocación de «la pureza de los orígenes» de cualquier cosa, incluso de cualquier tipo de «pureza» (una palabra que para muchos de mi edad tiene connotaciones marcadamente sexuales y represoras), suele esconder, en el mejor de los casos, un ingenuo reclamo de inocencia ahistórica que presupone la existencia de una realidad primigenia situada no sólo más allá del bien y del mal sino antes del tiempo y fuera del espacio. Una falacia.
Frente a esos impulsos, tan genuinos y raciales como, por eso mismo, disparatados, una mirada desprejuiciada hacia la historia pone en primer plano el poder creativo del mestizaje, de la mixtura, del arte combinatorio. A su mediación se lo debemos todo, no sólo en el riguroso orden mendeliano de la genética sino también en el de la comprensión de osadías tan fecundas como, por ejemplo, la búsqueda del desorden racional de los sentidos propugnada por el joven Rimbaud, o la fuerza con que Chagall supo hacer crecer el mundo de su infancia en contacto con las vanguardias de París. Tanto en el plano biológico como en el terreno cultural o artístico, en el principio fue la mezcla.
Una punzada concreta de estas lucubraciones la sentí con claridad hace ya unos años escuchando el disco Os amores libres (1999), de Carlos Núñez. Una obra en la que el artista gallego funde influencias de procedencia diversa, con predominio del flamenco, con la estética atlántica y enxebre de su tradición.
Y de ese disco me sentí aludido de modo personal por la pieza titulada «A orillas del río Sil», que cuenta, con tópicos felices y mezclando aires de rumba con vivos ritmos galaicos, una arromanzada historia de amor entre el norte y el sur, dos de las dimensiones que intento propiciar en mi experiencia buscando la alianza entre una y otra como el que atiende a seducciones de naturaleza distinta y se deja tentar en varias direcciones.
Ya en su anterior trabajo, unas singulares Cantigueiras habían despertado en mi memoria ecos de la fusión entre el bosque umbrío y la llanura mesetaria, los dos paisajes en que transcurrió mi infancia. En esta zambra situada al pie del río que baña la Ribeira Sacra, la mezcla de la gaita y las flautas nórdicas de Carlos Núñez con la voz tan sureña de Carmen Linares consigue situarme frente a un espacio de reconocimiento que a veces visito con la ilusión del que regresa a un hogar muy querido, puede que ilusorio, sin duda irremediable.
(Sólo he podido localizar esta versión, en la que faltan algunos compases al final. Mis disculpas. Procuraré remediarlo en cuanto sea posible.)
Imagen superior: El concierto (1957), de Marc Chagall. Tomada de mycoloredlinks.com
Rescatado de los Arcones de la Posada.
Primera publicación: 14 de enero de 2011, a las 20.00 h.