miércoles, 27 de marzo de 2013

Canon AC


OH, CON ESA MÚSICA NACÍ: SUMAS EN OCHO

Para A.C.G, que pulsó el primer acorde.

[AJR, 8:29 - Palíndromos ilustrados, 15]

martes, 26 de marzo de 2013

Secretos de familia


En la ya veterana colección «El duende verde», de la editorial Anaya, acaba de ver la luz Los días de Castrosil, una nueva publicación de Sagrario Pinto, buena amiga de esta Posada, como bien saben muchos de sus huéspedes. Es una novela destinada al público infantil, aunque de lectura recomendable para todo aquel que quiera disfrutar con una aventura ambientada en ese tiempo legendario que son los veranos de la infancia.

Además, su acción transcurre en un enclave geográfico que, si bien tal como se nos ofrece es una invención, está claramente inspirado en algunos rincones de una remota y hermosa comarca gallega, la Ribeira Sacra, un territorio verde y frondoso situado a caballo entre las provincias de Lugo y Ourense, en torno al impresionante cañón que las aguas embalsadas del Sil dibujan en su tramo final. Dispersas por este blog hay numerosas referencias al lugar.

En una supuesta aldea de esa comarca, bautizada como Castrosil, y en casa de su peculiar abuela, va a pasar Martín, el joven protagonista de la historia, sus vacaciones, en principio contra su voluntad y sintiéndose abandonado por sus padres, que dedicarán la suyas a realizar un viaje por tierras lejanas. Y allí, al tiempo que irá descubriendo un mundo que le terminará encantando, tendrá que superar sus miedos y sus inseguridades al enfrentarse a una dramática historia familiar que desconocía. Los «días de Castrosil» acabarán siendo para él, y por motivos de diversa naturaleza, realmente inolvidables.

Las novelas de pandilla y las aventuras de verano son frecuentes en la narrativa infantil y juvenil. Sin duda tienen a su favor el interés real que esas dos palabras (pandilla, verano) evocan en la mente de cualquiera que sea o haya sido menor de edad alguna vez. Una circunstancia cuya medida o frontera tal vez pueda fijarse, más que con ningún cómputo temporal concreto, a través de la persistencia de una actitud vital: la capacidad de ver el mundo como si se estrenara cada día. Algo que realmente puede suceder en cualquier momento de nuestras vidas, aunque sepamos muy bien, por el paso del tiempo y por medio de las alertas que en su transcurso se encienden, que no siempre resulta fácil conseguirlo.

Los días de Castrosil, tanto por su trama como por su tono, se inscribe en el género de relatos de camaradería entre iguales y, a la vez, en el de los que narran sucesos que solo pueden ocurrir en ese tiempo fuera del tiempo que son las vacaciones de verano. Pero, en cierto modo, es también una novela de iniciación, ya que aborda las dificultades que implica el proceso de aprendizaje en un entorno familiar problemático (¿y cuál no lo es?), en el que algunas historias no se han contado como realmente ocurrieron o, simplemente, se mantienen ocultas. Es bien sabido que en todas las familias se guardan secretos fuera del alcance de los más pequeños por considerar que de ese modo se les libra de una carga innecesaria en el siempre difícil proceso de crecer y afrontar el mundo. Cuando esas historias ocultas salen a la luz, el mundo de quienes las desconocían se trasforma. Es lo que a lo largo de esta pequeña novela le ocurre a Martín, en un proceso del que seguramente él no es del todo consciente, aunque sí sabe identificar las «zonas de riesgo»

Ahora bien, la presencia de esos aspectos problemáticos, que en la obra son abordados con gran sutileza, sin cargar las tintas en los conflictos, pero sin recurrir tampoco a la «barra de moralina» correctora, en nada entorpece el desarrollo de una trama sencilla, fluida, provista de una dosis suficiente de intriga, bien desarrollada a través de un enigma que incluso tiene cierta vertiente detectivesca. Pero lo más destacable es que la narración está presidida por el buen humor de un punto de vista a la vez lógico, ingenuo, despierto y sensible, que es el del propio Martín, cuya voz nos cuenta la historia.

Es una voz que recrea con matices bien graduados la capacidad de fascinación ante un mundo que se le va desvelando poco a poco al protagonista, a veces a costa de tener que asumir inseguridades y temores, o de verse obligado a superar equívocos que resultan dolorosos y que a menudo lo confunden. En este sentido, la relación de Martín con su excéntrica abuela, una original, valiente y generosa mujer, constituye el verdadero eje de la historia. A mi juicio, tanto desde el punto de vista del desarrollo de la trama como en lo que se refiere a la construcción de personajes, es lo más logrado de la novela. La enérgica y resolutiva abuela enseguida conquista la simpatías del lector, sin duda mucho antes que las del propio Martín, que no parece dispuesto a perdonarle que arruinara su prometedora carrera de actor, en el divertido episodio con que se inicia el relato.

Lo cuidado del lenguaje, las descripciones paisajísticas, la evocación de viejas tradiciones y leyendas galaicas, junto con la presencia de temas de cierta actualidad (como el expolio de obras del patrimonio artístico, por ejemplo), son otros asuntos presentes en una narración que se lee con gusto e interés creciente. Y que, además, puede dar pie a entablar diálogos oportunos sobre diversas cuestiones dignas de debate, aspecto nada desdeñable desde el punto de vista escolar o familiar.

Las  ilustraciones de Kike de la Rubia, a tono con su cada vez más reconocible estilo, ofrecen un valioso apoyo al texto. Por un lado, mantienen una gran fidelidad al espíritu de la obra y resultan muy convincentes en la plasmación de entornos, monumentos y personajes: es muy sugerente, por ejemplo, la recreación del Monasterio de Santa Cristina, la singular y escondida joya románica de la Sacra Ribeira. Y, por otro, si bien es cierto que a veces el artista se toma algunas libertades interpretativas (verbigracia, a la hora de componer la vegetación del entorno fluvial), hay que reconocer que, lejos de resultar chocantes, esas licencias sirven para subrayar el carácter autónomo que toda obra artística ha de tener respecto a la realidad que la inspira. El suyo es un trabajo de gran personalidad que consigue perfilar un escenario idóneo para que el relato puede crecer y desplegar sus posibilidades, sin entorpecer la libre imaginación del lector, que es al fin y al cabo el espacio privilegiado donde acaban cobrando vida, cuando lo logran, todas las historias de ficción, aunque su trasfondo sea, como es el caso, marcadamente realista.

Hay que apuntar, por último, que Los días de Castrosil, o para ser exactos una primera versión de la historia que la novela nos cuenta, ya conoció una edición previa como libro de lectura dentro de unos materiales escolares para las vacaciones, destinados a alumnos del Tercer Ciclo de Primaria, que fueron publicados por la división educativa del Grupo Anaya en 2008. Sin prescindir de su valor pedagógico, esta nueva edición, con sustanciales variantes respecto a la anterior, pone en nuestras manos una obra que tiene el aroma inconfundible de las narraciones dignas de ser contadas. Un relato que logra transportarnos a un mundo en el que no es difícil sorprenderse ante detalles y sensaciones que sabemos que perdurarán en nuestra memoria, tal vez porque ya estaban en ella esperando ser despertadas por las palabras oportunas.

sábado, 23 de marzo de 2013

Silencio de luz



Suena en la noche
la hora del planeta:
la luz se calla*.

*Con permiso de mi amigo Pedro Tenorio, autor de un libro de poemas, de próxima publicación, que desarrolla esta imagen.


De Bebo bebed


Recuerdo bien la luminosa mañana de invierno en que la radio me despertó con los compases de Lágrimas negras escanciados por la voz canalla de El Cigala en perfecta sintonía y coloquio atento con las notas pulsadas por el maestro Bebo Valdés, ese hombre al que daba gusto verlo andar, reír, mover las milagrosas manos sobre un teclado que parecía el retrato de su alma, y que ahora acaba de comenzar su nuevo viaje. No se me ocurre mejor forma de honrar al creador de tantas horas de felicidad rítmica y sentimental que con el consejo de ida y vuelta que encabeza estas líneas, una invitación a seguir frecuentando su fuente. Y a beberse esas lágrimas negras, literales en más de un sentido, que tanto bien pueden hacernos.

[AJR, 3:11, Palíndromos ilustrados, 14±]

viernes, 22 de marzo de 2013

100 millones de golpe


Hay días en los que uno no está para nada. Que se lo pregunten si no al Universo, al que acaban de caerle nada menos que 100 millones de años de golpe, sin comerlo ni beberlo, como suele decirse, sólo por la veleidad y la mayor precisión de los nuevos telescopios astronómicos, que son unos fisgones de mucho cuidado. Pero, en fin, no hay mal que por bien no venga (como dicen que dijo Franco cuando lo de Carrero): junto con esa noticia, el Universo (es decir, su conciencia: o sea, y con tanta humildad como exactitud, nosotros), ha conocido también que la «materia corriente» (¿y moliente?) es algo más abundante de lo que se pensaba. Aunque la parte del león del ser y el no ser se la siguen llevando la «materia oscura» y la «energía oscura», que son algo así como las hermanas gemelas estelares del circo en que discurren nuestros días, hábiles en realizar todo tipo de números acrobáticos sobre trapecios que no vemos. Con tanta oscuridad por todas partes, ¿alguien puede dudar de que estamos vivos de milagro? ¡Ay, el Universo, esa vieja fascinación!

Imagen superior tomada del blog que Que los árboles te dejen ver el bosque.

viernes, 15 de marzo de 2013

Semillas de Millás

Imagen de la exposición «El hilo de Ariadna». Casa del Lector,  Madrid.
Foto (c) AJR, 2012.

Su pluma (signifique lo que signifique pluma) suele estar tan finamente afilada, que no es ninguna novedad el goce de leer lo que de ella brota. Pero hay veces, como la de hoy en su columna de El País, en las que sus intuiciones llegan tan claras al papel que las vemos andar con vida propia. La acreditada vocación médico-quirúrgica con que el escritor Juan José Millás disecciona el mundo viene produciendo desde hace tiempo un género nuevo de poemas, los llamados articuentos, que en sus mejores ejemplos son capaces por sí solos de dar sentido al día más aciago. El luminoso Millás, maestro en el manejo del claroscuro, creador de estructuras verbales que tienen la facultad de hablar con todos los sentidos, soportando de forma simultánea todas sus máscaras, es un poderoso anatomista del lenguaje. Empedernido lector de diccionarios, amante confeso de enciclopedias y, por eso mismo, buen conocedor del cuerpo de las palabras, incluidas sus vísceras, Millás suele poner su facultad de sembrador de semillas de lucidez al servicio de una reflexión capaz de revelarnos, como pocas, los entresijos de la trama. Su artículo de hoy explica con meridiana claridad y mucho arte el mecanismo perverso mediante el cual los poderes fáusticos pretenden escamotearnos la realidad sustituyéndola por un sucedáneo venenoso, tal vez lento pero sin duda implacable. Antonio Muñoz Molina, en su reciente planto por la ausencia de cordura crítica en la España de los últimos años, junto al de El Roto tendría que haber mencionado (al menos) el nombre de Millás para reconocer el mérito de quienes sí se han distinguido por plantar cara al poder allí donde el poder suele maniobrar con total impunidad y a la vista de todos: en el secuestro descarado e interesado del lenguaje. Y es que la mayor corrupción que vivimos, no lo duden, es la de las palabras. Con ella lo que se pone en juego y a la deriva no es solo la situación política y económica (que también), sino la propia identidad humana: nuestra capacidad de poder nombrar con sentido el mundo. Dar alas a las semillas de Millás es una forma de combatir esa miseria.

sábado, 9 de marzo de 2013

Almodóvar reinventa el astracán


Éramos pocos y parió Almodóvar. Se decía que el tantas veces genial cineasta manchego (he visto todas sus películas: hay al menos media docena que me parecen excelentes) volvía a la comedia para salvarnos de la pesadumbre que lo está agostando todo. Que Los amantes pasajeros (¡qué buen título!) era el retorno a su cine más chispeante, divertido y transgresor. Un reencuentro con la truculenta gracia almodovariana en estado puro. Y que, además, ofrecía una metáfora de la situación nacional llena de lucidez, de acidez, de crítica inteligente y, lo que aún resultaba más esperanzador, de consuelo.


Pues bien, Carlos Boyero, que en su crítica del filme se ha atrevido a decir que siente «vergüenza ajena» (lo que es mucho decir, además de poco creíble), no sólo tiene razón en su rechazo frontal de la película, sino que, a mi entender, se queda corto en su análisis cuando retrotrae su filiación a las «españoladas» sesenteras y setenteras de Mariano Ozores, el más casposo cine nacional. A mi me parece que lo que Almodóvar reinventa o perpetra en Los amantes pajilleros (título más adecuado) es el astracán con pluma: una variante de aquellas piezas teatrales disparatadas y supuestamente cómicas que tanto éxito púbico (sic) tuvieron hace ya casi un siglo y que, como puede verse ahora, con solo cambiar al "fresco" o pícaro de entonces por un trío de locas mariquitas, siguen pegadas a la piel dramática del ingenio peninsular.


El atracón (¿astracón?) de plumas a que nos somete la última de Almódovar, con su desfile de escenas deshilvanadas, carentes de un verdadero guión, romas de humor, muchas veces mal interpretadas y hasta con ostensibles fallos de maquillaje (¡quién lo diría!), es un disparate de tal calibre que resulta difícil pensar que no sea completamente intencionado; es decir, una mala peli hecha mal aposta. Si pese a todo van a verla, ya se percatarán de que una casi inaudible pero ronca voz en off repite varias veces a lo largo del metraje esta cantinela: «Yo soy Almodóvar y hago lo que me sale del chocho». Y lo dice. Y lo hace. ¿Será por eso por lo que algunos críticos han sacado a colación, en sus sofisticados comentarios de la obra, nada menos que El origen del mundo, el famoso cuadro de Courbet?

En la sala, con poco más de media entrada pese a ser el día del estreno, se oyen algunas risas, que se adivinan jóvenes. Pero parece que lo predominante entre el público es un gesto de expectación, alentado por el colorista arranque de los créditos de Mariscal y por una confidencia prometedora de Lola Dueñas, en la segunda secuencia. Aunque poco a poco todo se va transformando en perplejidad (¿o es solo somnolencia?), un poco de impaciencia (¿pero esto no cambia?), para terminar en tedio o hasta en fastidio. Es probable que, junto a la ya clásica división de opiniones irreconciliables que suscita el cine (y la figura) de Almodóvar, se esté abriendo paso una brecha generacional. O puede que haya asuntos de contoneo emplumado y basto mamoneo que sólo resultan graciosos a ciertas edades y en ciertos momentos. Al abandonar la sala, lo que veo sobre todo son rostros serios, incluso con síntomas de fatiga. «Ven a llorar en mi hombro la hora y media perdida», le dice un cincuentón a su acompañante, algo más joven. «¡Y los 9 euros tirados!», le contesta ella. Y ambos, ahora sí, ríen. Aunque no parecen saber muy bien por qué.