Imagen de la exposición «El hilo de Ariadna». Casa del Lector, Madrid. Foto (c) AJR, 2012. |
Su pluma (signifique lo que signifique pluma) suele estar tan finamente afilada, que no es ninguna novedad el goce de leer lo que de ella brota. Pero hay veces, como la de hoy en su columna de El País, en las que sus intuiciones llegan tan claras al papel que las vemos andar con vida propia. La acreditada vocación médico-quirúrgica con que el escritor Juan José Millás disecciona el mundo viene produciendo desde hace tiempo un género nuevo de poemas, los llamados articuentos, que en sus mejores ejemplos son capaces por sí solos de dar sentido al día más aciago. El luminoso Millás, maestro en el manejo del claroscuro, creador de estructuras verbales que tienen la facultad de hablar con todos los sentidos, soportando de forma simultánea todas sus máscaras, es un poderoso anatomista del lenguaje. Empedernido lector de diccionarios, amante confeso de enciclopedias y, por eso mismo, buen conocedor del cuerpo de las palabras, incluidas sus vísceras, Millás suele poner su facultad de sembrador de semillas de lucidez al servicio de una reflexión capaz de revelarnos, como pocas, los entresijos de la trama. Su artículo de hoy explica con meridiana claridad y mucho arte el mecanismo perverso mediante el cual los poderes fáusticos pretenden escamotearnos la realidad sustituyéndola por un sucedáneo venenoso, tal vez lento pero sin duda implacable. Antonio Muñoz Molina, en su reciente planto por la ausencia de cordura crítica en la España de los últimos años, junto al de El Roto tendría que haber mencionado (al menos) el nombre de Millás para reconocer el mérito de quienes sí se han distinguido por plantar cara al poder allí donde el poder suele maniobrar con total impunidad y a la vista de todos: en el secuestro descarado e interesado del lenguaje. Y es que la mayor corrupción que vivimos, no lo duden, es la de las palabras. Con ella lo que se pone en juego y a la deriva no es solo la situación política y económica (que también), sino la propia identidad humana: nuestra capacidad de poder nombrar con sentido el mundo. Dar alas a las semillas de Millás es una forma de combatir esa miseria.
2 comentarios:
No son sólo los poderes “fáusticos” los que quieren despojarnos de las palabras. La fiebre represora llega hasta el propio ciudadano concienciado (¡qué miedo dan a veces las cartas de lectores de El País!), empeñado en hacerle el juego al sistema y contribuir a imponer los estrechos criterios del lenguaje políticamente correcto. Es curiosa la facilidad con que determinadas palabras, de significado muy preciso, hieren la exacerbada sensibilidad de tantos imbéciles bienpensantes. No sería raro (“bizarro”, dicen ahora otro tipo de imbéciles, éstos sí de la rama angloignorante) que “desahucio” acabara siendo una de ellas, y no sólo en el reino de Cospedal.
El imperio de la corrección política, con el tremendo equívoco que supone el confundir el ocultamiento con la no existencia, me parece una de las grandes tragedias de la sociedad actual. Es, además, una función o acción que, con su mera repetición, crea o suplanta el "órgano" del que surge, al poner la hipocresía en el lugar de la conciencia. Y lo peor de todo es que no resulta nada fácil ser conscientes del problema, e incluso la apología de este tipo de censura supuestamente positiva suele tener mucho crédito en ámbitos sensibles (como el escolar, por ejemplo).
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