La exposición de Hopper en el Thyssen, que por fin pude ver el sábado a última hora, está organizada con un gran sentido didáctico que busca volver más comprensible, o
comunicativo, el significado de su aventura estética. De ahí que incorpore obras de otros autores (Degas, Marquet, Valloton, Sickert, Henri) con los que sin duda Hopper estableció un diálogo sobre intereses comunes: la vaciedad del tiempo, la extrañeza de la figura humana en cualquier rincón del mundo, la impersonalidad de las historias íntimas, el misterio que puede albergar cualquier vida de apariencia banal.
He leído en diversas reseñas que el pintor americano muestra a sus personajes como si estuvieran en el purgatorio de las almas (y los cuerpos). Es creíble. También que sus escenas son anunciaciones, revelados de una parte oscura del ser humano que se manifiesta en su aparición súbita ante los ojos del espectador. Sin duda. El itinerario por las salas está organizado de modo tal que subraya la dimensión escenográfica de los puntos de vista del pintor. Razón de ser, tal vez, de la gran afinidad que este modo de mirar tiene con el cine y que pudiera explicar la huella que los cuadros de Hopper han ido dejando en tantas películas. También las que el cine pudo dejar en sus cuadros.
Me detengo un buen rato ante
Railroad sunset (arriba), un cuadro que utilicé
aquí para ilustrar un poema, y que al verlo "de verdad" me permite diseccionar el contenido de una intuición: la de que la palabra «eternidad», el tiempo pensado como un absoluto, es solo un «tren de ida» con los mismos vagones trastocados.
Y caigo en la cuenta, feliz, de que
Soir bleu, toma su título, y tal vez algo más, de un verso de Rimbaud.
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Soir bleu |
¿A qué escena de qué película me está guiando este autorretrato del pintor en cuerpo de Pierrot junto a un grupo de gente reunida en la terraza de un café al atardecer, y entre cuyos rostros y maneras es posible identificar homenajes apenas velados? ¿No es Van Gogh el individuo barbado y cubierto que comparte la mesa con el clown?
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Dos cómicos. |
Justo en la pared de al lado está
Dos cómicos, obra de 1966, la última del pintor. En ella se vuelve a autorretratar como comediante, esta vez en actitud de saludo final desde un alto escenario, en compañía de una "actriz" que no es sino su mujer, Josephine, el modelo más repetido en las obras de Hopper. La pareja y sus lazos invencibles pese al tiempo, la ira y con frecuencia el tedio.
Una gran sala está dedicada toda ella a exteriores, paisajes y edificios apenas "interrumpidos" por figuras humanas que el ojo a veces tarda en descubrir y que no tienen una naturaleza distinta a la de los escenarios que las engullen. Otra gran sala, la más colorista e inquietante, se puebla con la galería de personajes, con predominio de mujeres, sorprendidos en su intimidad misteriosa, fogonazos narrativos que tan fácilmente prenden en la imaginación. Entre ellas, claro, se echa de menos el gran icono de los bebedores nocturnos clientes de Phillies
(Nighthawks).
Hay rincones especiales para los grabados, muchos de ellos a la manera de Rembrandt, y para unas muy originales acuarelas que demuestran las grandes dotes del artista como ilustrador, al igual que las numerosas portadas de revistas que se exhiben mediante la proyección de un vídeo, un trabajo sin duda alimentario pero que tiene un inequívoco "toque" hopperiano. ¿Y de dónde ha salido ese azul tan intenso que.... ?
Pero no es fácil concentrarse entre la multitud que deambula por las salas, personas como nosotros y tan diferentes, cada una marcada con el rictus mascariento que se nos está poniendo a todos y que vuelve hiperreal un simple paseo por las calles. Envidio la posibilidad de ver la exposición de forma sosegada, esas descripciones de testigos privilegiados que han podido gozar de este paseo en óptimas condiciones. Pero me conformo y disfruto de lo que hay. Y mientras observo la instalación-homenaje del fotógrafo Ed Lachman, que insiste en la perspectiva cinematográfica y plantea además un juego para llevar la exposición a las redes sociales, procuro retener un pasto mental de sensaciones que podré rumiar después en soledad, como hago ahora.
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Instalación de Ed Lachman recreando Sol de la mañana. Foto AJR |
Al salir del museo, las banderolas que anuncian la exposición se mueven empujadas por un poco de brisa refrescante. En la esquina con la Carrera de San Jerónimo, los furgones de la policía que protegen el camino hacia el Congreso vuelven a hacernos caer en la gravedad de la hora. Menos mal que aún es posible sentir el disfrute de momentos como estos, que no nos van a salvar de nada, pero que en medio de tanta pesadumbre y de los más oscuros presagios terminan por hacer que este tiempo tan raro, usurpado de la mañana a la noche por la crisis y sus infatigables zopilotes, no sea del todo insoportable e incluso tenga horas alegres.