La inesperada muerte de Germán Sánchez Ruipérez, uno de los más importantes empresarios editoriales españoles del último medio siglo, creador de la editorial Anaya y de la Fundación que lleva su nombre, me provoca tal catarata de impresiones y recuerdos que no tardo en sentirme atrapado en el nido de una flagrante paradoja: el nombre de alguien a quien apenas vi en media docena de ocasiones y con el que solo intercambié, una sola vez, unas palabras banales en un pasillo ocupa un lugar destacado en mi memoria, tanto en el remoto pasado como en las últimas décadas y en el presente.
Cuando en un día de hacia 1966, en una fría mañana de otoño, acaso ya de invierno, adquirí en la librería Cervantes de Salamanca, muy cerca de la Plaza Mayor, una edición del Poema de Mio Cid en la colección «Odres Nuevos», desconocía que ese establecimiento pertenecía a la familia de quien por entonces ya había fundado la editorial Anaya, en la que se había publicado el libro Cómo se comenta un texto en el bachillerato, una obra que fue decisiva en la formación de muchos estudiantes de entonces para valorar la literatura como algo más que un agradable pasatiempo.
Y naturalmente estaba lejos de sospechar que uno de los autores de ese libro, Fernando Lázaro Carreter, aparecería en mi vida profesional muchos años después, en el año 1992, precisamente en el seno de la editorial Anaya, al encargarme de la edición de algunos de sus libros de texto de literatura para bachillerato, entre ellos el último de la saga de los manuales que se había iniciado casi cuarenta años atrás y que, en esta ocasión, estaba escrito en colaboración con Vicente Tusón.
Desde esas fechas hasta la actualidad he venido colaborando con diversos sellos y en numerosos proyectos de la editorial Anaya. Una empresa cuyo destino, curiosamente, acabó siendo el mismo que el de la editorial en la que me inicié en el mundo de la edición (Salvat): ambas son ahora, y desde hace ya años, propiedad de la multinacional francesa Hachette.
Pero la estela de don Germán Sánchez Ruipérez no desapareció de mi realidad profesional con esos cambios. De hecho, en los últimos diez años he colaborado (lo sigo haciendo) con la página web del Servicio de Orientación de Lectura (SOL), dependiente de la Fundación que lleva el nombre del editor salmantino. Así que, si me paro a pensar, no hay época de mi vida en la que ese nombre no haya estado bien presente en mi circunstancia escolar o profesional.
Hoy se lo decía a una amiga que ha tenido una experiencia similar: en casos como estos, además de hacerle llegar a la familia y amigos del desaparecido nuestra sincera condolencia, también nosotros mismos deberíamos de darnos el pésame. De una extraña manera, que tal vez podría explorarse en una distendida conversación entre amigos y colegas, somos hoy muchos los que con la desaparición de don Germán no podemos por menos que sentirnos huérfanos.
Descanse en paz.
Imagen tomada de abc.es.