lunes, 3 de mayo de 2010

Urtain, crónica negra



No me sorprende que la obra teatral Urtain, un montaje del grupo Animalario con texto de Juan Cavestany y dirección de Andrés Lima, haya copado los principales premios Max de las Artes Escénicas (victoria por KO en nueve "asaltos", aunque cantada por error antes de tiempo).

Vi la obra, semanas después de su estreno, en una sala-ring del Teatro Valle Inclán de Madrid y creo que es algo más que una mera aproximación a la tragedia del boxeador José Manuel Ibar Urtain. En realidad, con ese pretexto nos ofrece una crónica veraz y relevante, dura pero objetiva y bien documentada, de los años finales del franquismo. Muestra un retrato, breve pero suficiente, de los valores dominantes en una sociedad todavía atemorizada que no sabía muy bien qué hacer para dejar atrás su largo aislamiento, la negrura de un pasado ominoso, el peso asfixiante de la falta de libertad y la esclerosis a la que se veía condenada por una moral hipócrita y castradora. Y en la que la espectacularización de la vida privada empezaba a formar parte del paisaje social.

También conocido como «el morrosko de Cestona», José Manuel Ibar (nacido en 1943) fue un portentoso levantador de piedras, además de campeón de otros duros deportes euskaldunes, entonces meramente vascos. Noble e ingenuo según quienes le conocieron, creció en un entorno familiar brutal y primario: las terribles circunstancias que rodearon la muerte de su padre, cuya escenificación es una de las escenas cruciales de la obra, parecen propias de una tragedia arcaica y sin duda marcaron su vida.

Un día, el fornido aizkolari (cortador de troncos) y harrijasotzaile (levantador de piedras) fue tentado por la búsqueda del dinero fácil a través de los sórdidos manejos del mundo del boxeo y, ya transformado en Urtain, comenzó a ganar combates con gran facilidad y conoció, por dos veces, la gloria de ser campeón de Europa de los pesos pesados. Pese a las expectativas creadas, y tal como denunciaban los entendidos, no tardó en ponerse en evidencia su falta de calidad pugilística. El declive se precipitó y Urtain terminó su vida deportiva formando parte de espectáculos más circenses que propiamente deportivos. Toda su carrera estuvo plagada de irregularidades y de combates más o menos amañados.

Personaje de enorme popularidad a finales de los años sesenta y durante los setenta, el ex púgil soportó mal su paulatina pérdida de fama y no supo acomodarse a una vida sin el relumbrón y los placeres fáciles de los que había gozado. Tras fracasar en diversos negocios y hastiado de la fatalidad que parecía perseguirle («qué he hecho yo para que todo lo que hago sea tan sucio», llegó a decir), acabó sucumbiendo a una profunda depresión que lo llevó al suicidio: el 21 de julio de 1992 se arrojó por la ventana del décimo piso en el que vivía en una calle del madrileño Barrio del Pilar.

Nunca vi ninguno de sus combates (ni siquiera por televisión), aunque sí escuché con interés las retransmisiones radiofónicas de sus peleas decisivas y seguí por la prensa las polémicas surgidas en torno a su carrera. Llegué a verlo en persona varias veces, cuando ya había abandonado el ring, allá por 1977 o 1978, por algunos bares de la calle Cartagena, en Madrid.

De las diversas virtudes que tiene el montaje de Animalario, coproducido por el Centro Dramático Nacional, destacan en mi opinión sobre todo dos. En primer lugar, el excelente, impecable, trabajo interpretativo de Roberto Álamo, que ha indagado tanto en la fisonomía y los gestos tan reconocibles del púgil como en el hondo drama de su personalidad, hasta conseguir un retrato capaz de suplantar al original. En la composición de su papel, Álamo ha sabido incorporar con enorme destreza la extraña mezcla de ingenuidad, rudeza, desconfianza y ambición que, bajo los efectos del desarraigo, se acabó transformando en una carga explosiva en la vida del muchacho de Cestona. Su trabajo sobresale como el soberbio ejercicio de un solista sobre la eficaz, ágil y bien ensamblada actividad coral del resto del reparto, donde no faltan nombres tan conocidos como el de Alberto San Juan.

En segundo lugar, me pareció un gran acierto el formato de crónica radiofónico-periodística de un combate de boxeo con el que se presenta la obra, que de ese modo avanza a golpe de máquina de escribir y a pie de micrófono. Convirtiendo el escenario en un ring y la propia representación en una velada boxística, con algunas pinceladas bien dosificadas del mundo del music-hall y otros géneros afines, el montaje saca un extraordinario partido de los rituales del pugilismo que de por sí poseen gran eficacia dramática, como tantas veces han demostrado el cine y la novela negra. La crónica, además, es literal, se organiza como un viaje hacia atrás en el tiempo y está enriquecida por la presencia de otros fetiches de época (Raphael, Lola Flores, la voz de José María García…).

Urtain, en suma, es un reportaje vivo, ameno, trágico y veraz que contiene en su interior la crónica negra de una tragedia humana capaz de mostrarnos algunas claves candentes de un pasado sobre el que todavía (a la vista está) es necesario seguir reflexionando.

Imagen: Escena de la obra.


sábado, 1 de mayo de 2010

Marilyn


«El Acento», esa sección sin firma, a modo de comentario editorial ligero y alternativo, que la edición impresa de El país incluye junto a sus editoriales serios y el impagable oráculo diario de El Roto, pone hoy su ídem en la figura de Marilyn Monroe. Y lo hace con el buen tino y la gracia habituales de esta sección que poco a poco se está convirtiendo en una de mis favoritas. Un oasis entre la espesa y casi siempre enojosa prosa (aunque disculpable si se tiene cuenta la materia y los personajes que suelen circular por el patio de lo noticioso).

El artículo y la noticia que contiene (la publicación en breve de poemas, fragmentos de diario y otros escritos de Norma Jean) me han traído a la memoria la conocida foto que encabeza estas líneas (de hecho se cita en el artículo). La imagen nos muestra a la actriz (aunque no como actriz) absorta en la lectura del Ulysses, avanzando ya de forma completamente entregada por sus páginas finales, quizás atrapada en las redes gibraltareñas y ensoñadoras de la memoria de Molly Bloom.

La foto, tomada en 1955 por la fotógrafa Eve Arnold, ha sido con frecuencia interpretada como una irónica “alianza de contrarios”: la belleza descerebrada confrontada con la inteligencia árida e incluso fea. A veces también ha servido para ilustrar campañas de animación a la lectura de tintes paternalistas y hasta machistas («si ella puede, cualquiera puede»). Ese fue, al parecer, el objetivo del reportaje de Arnold.

Ambas consideraciones contienen, al menos, un error de bulto. O, más exactamente, muestran el efecto de los muchos estragos mentales que causa la asunción alegre de los tópicos. En este caso, que la belleza física y el glamour están reñidos con la inteligencia, o que ésta difícilmente puede sobrevivir en un cuerpo espléndido..., lugar común este último que a la postre viene siendo verdad, pero por el otro lado, por dimisión del cuerpo, que es materia más quebradiza.

Ya sabíamos que Marilyn, pese a lo que con ella trataron de hacer algunas películas (y más aún algunos críticos), no era la muñequita rubia, ingenua y vacía, ideal para ilustrar el reclamo miope del “sé bella y cállate”. Ahora, al leerla, incluso podremos levantar, guiados por su propia mano, algunos velos de su sensibilidad. Seguro que darán pie para entender un poco mejor el inmenso poder de su mito. Y seguro, también, que escribiera como escribiera, la seguiremos amando por lo que fue y será siempre: la novia más carnal de nuestros pocos años.

Ha llegado mayo y vuelve Marilyn. ¿Quién dijo crisis?

Dejo una secuencia no por conocida menos inolvidable de Con faldas y a lo loco. El final del vídeo, por cierto, contiene una elocuente ilustración de la ingeniosa frase de Carmen Martín Gaite que se cita en «El Acento».

lunes, 26 de abril de 2010

Las Coplas se visten de Prada

Por la página de Amancio Prada me entero de que está a punto de llegar a las librerías (30 de abril) el último proyecto del artista berciano: una grabación de las Coplas de Jorge Manrique presentada en un libro-cedé que incluye ilustraciones de Juan Carlos Mestre y el texto de las cuarenta estrofas manriqueñas caligrafiado por Pablo González.

Por lo oído y visto a través de la muestra que se incluye en la página, la nueva entrega posee la reiterada calidad y claridad de los trabajos de Prada, subrayado en esta ocasión por una marcada y hasta florida querencia flamenca.

Si este nuevo paso por los caminos de la fusión en principio pudiera parecer extraño a cierto tono hondamente castellano e incluso mesetario del poema, no es menos cierto que tiene, de entrada, el valor de una personal e incluso arriesgada “lectura” que invita a ser escuchada con mucha atención. Y con el deseo de que podamos encontrarnos, ojalá, ante un suceso similar al del Cántico espiritual, ese hito aún no sobrepasado en el territorio de las versiones musicales de grandes poemas de nuestra lengua.

lunes, 12 de abril de 2010

Un hombre sabio del pueblo


Miguel Delibes, fallecido hoy hace justamente un mes y al que el próximo jueves (15 de abril) la Academia tributará un homenaje presidido por los Reyes, tal vez sea el último –o el penúltimo, si pensamos en José Jiménez Lozano– de los grandes narradores de una Castilla que ya casi no existe más que en la literatura, aunque físicamente siga estando ahí, ancha, hermosa y profunda, sin duda más “desarrollada” que nunca pero tan solitaria como siempre.
Delibes fue, en mis lejanos estudios del bachillerato (a finales de los 60), uno de los más leídos de los “nuevos” novelistas. Una lista que, calcada en buena medida de los ganadores del entonces prestigiosísimo premio Nadal, encabezaba Carmen Laforet, con su mítica Nada (a mi me sedujo más entonces su iniciática La insolación), y de la que también formaban parte autores como Ignacio Aldecoa, Rafael Sánchez Ferlosio, Carmen Martin Gaite, Luis Romero, Francisco García Pavón, Álvaro Cunqueiro en su faceta de escritor en castellano y, quizás por encima de todos ellos en cuanto a la fama del momento, el voluminoso José María Gironella, cuyos cipreses creyentes a veces se confundían, en el recitado memorioso de los títulos, con la alargada sombra del ciprés de Delibes. Y eso por no mencionar las ocasiones (propias de una antología del disparate) en que unos y otro se entremezclaban, bajo el efecto poderoso del ritmo y la rima, con el «enhiesto surtidor de sombra y sueño» plantado por el poeta Gerardo Diego «en el fervor de Silos». Cuánto ciprés en las letras de aquellos años.
Durante mucho tiempo, la obra de Delibes que más admiré fue Cinco horas con Mario, un prodigioso monólogo de velatorio que une a la precisión de su lenguaje la capacidad de hacer creíble una voz interior para contarnos algunas verdades ocultadas sobre nuestra realidad y la inmediata historia. También me atrapó La hoja roja, con su sencilla pero eficaz metáfora del librillo de papel de fumar y sus avisos sobre, en el fondo, la fugacidad de la vida.
Años después, la extraordinaria película de Mario Camus me descubrió ese prodigio del realismo y la tragedia, además de vivo retrato del caciquismo, que es Los santos inocentes. Una novela inevitablemente ligada desde su presencia en la gran pantalla a las figuras de Francisco Rabal y Alfredo Landa, con el odioso pero admirable contrapunto de Juan Diego; y muy especialmente a la inolvidable “milana bonita”, una grajilla que en la realidad crió y adiestró el gran naturalista y maestro de cetrería que fue Aurelio Pérez (curiosamente, o no tanto, uno de los principales colaboradores de Rodríguez de la Fuente, a quien Miguel Delibes dedicó la obra: esta historia merece atención aparte; tal vez vuelva otro día sobre ella).

Un encuentro en Moradillo de Sedano
Una tarde de hace ya casi un par de décadas (quizás en la primavera de 1991), mientras realizaba el trabajo de campo para la guía de Castilla y León de Anaya Touring, tuve la suerte de cruzarme con Miguel Delibes en un escenario muy querido para él: la iglesia románica de Moradillo de Sedano, famosa por su magnífica portada esculpida, delicada y alegre como la página iluminada de un salterio.
El templo, puesto bajo la advocación de san Esteban, se alza sobre un cerro en las proximidades del pueblo de Sedano, en el norte de Burgos, habitual lugar de descanso del escritor, escenario de muchas de sus peripecias de cazador y también retiro provechoso en el que escribió buena parte de su obra. En sus libros de caza, y en algunos de sus cuentos, aparecen con frecuencia descripciones y recreaciones de este espacio, que el escritor conocía como la palma de su mano.
La zona es una dura comarca paramera alegrada en sus inmediaciones por los soberbios cañones del Ebro y el Rudrón. Está situada a las puertas, por un lado, de la comarca de La Lora, y por otro, de las Merindades, un entretenido y peculiar laberinto geográfico que junto con el contiguo Valle de Mena probablemente constituya el territorio más peculiar de la vieja Castilla; sin duda, el de más recio abolengo.
Además, el Valle de Sedano es lugar vinculada a la familia de la mujer de Delibes, Ángeles de Castro, el ángel tutelar de la vida del escritor y su verdadera alma gemela («la mejor mitad de mi mismo»), a la que rindió homenaje incluso después de muerto. Me emocionó enterarme, en las crónicas posteriores a su fallecimiento, de que la condición inexcusable que Delibes había puesto para ser enterrado en el Panteón de Hombres Ilustres del cementerio de Valladolid, junto a Zorrilla, Rosa Chacel y otros notables, fue que al lado de sus cenizas fueran depositados las de su esposa, muerta en 1974.
También procedía del Valle de Sedano (y es otra curiosa coincidencia) la familia paterna de Rodríguez de la Fuente. Precisamente, uno de los tíos de éste construyó el atrio que protege de los efectos de la intemperie la rica pero muy delicada portada de la iglesia de Moradillo, que es de piedra de toba, «de esa que se corta con una sierra», como me explicaría el propio Delibes.
Durante sus estancias en la casona familiar de Sedano, Delibes solía dar largos paseos que a veces discurrían por la carretera que lleva hasta el citado templo, tras un recorrido de unos cuatro o cinco kilómetros y con una pronunciada pendiente en su tramo final. La fortuna hizo que uno de esos días coincidiera con la única vez que he visitado el lugar. Como además por entonces, como responsable de la edición de la enciclopedia Ecología y vida, había tenido cierta relación profesional con uno de sus hijos, el biólogo Miguel Delibes de Castro, fue fácil entablar conversación con el escritor y con la persona que lo acompañaba, su hija Elisa. La verdad es que no hubiera sido necesaria excusa alguna porque la sencillez que Delibes proclamó como divisa de su vida y también de su obra («soy un hombre sencillo que escribe con sencillez») se puso de relieve de inmediato y la charla fluyó con facilidad.
Recuerdo bien que me comentó algunas curiosidades del lugar, entre ellas el hecho de que el valor artístico de la iglesia había sido “descubierto” al quitar la cal que cubría sus muros, y me sugirió que anotara la presencia de unas raras columnas de fustes en zigzag a la entrada del templo:
–Dicen los que saben de estas cosas que columnas como éstas no se ven en ninguna parte. Aunque, con permiso de esta señora [por la guardesa del templo, que nos había abierto la puerta y nos acompañaba en la visita], a mí me recuerdan el desagüe de un retrete. No son bonitas, pero son raras…
Fue esa la única vez que vi físicamente al escritor. Por eso me ha dejado el “recuerdo fuerte” que desde entonces preside su evocación y que va a estar presente en el nuevo y necesario acercamiento a su obra que me he impuesto llevar a cabo como una forma de aprendizaje de algunos senderos por los que la experiencia me va diciendo que es más fácil encontrar el secreto de una forma de vivir, de cierta sabiduría que Miguel Delibes demostró poseer en su grado más alto.

Fotografía
Miguel Delibes tras un paseo en bici por El Pinar de Antequera.
Imagen tomada del Centro Virtual Cervantes.

martes, 30 de marzo de 2010

7 TeV!




La Gran Máquina habló
y su palabra em-pez-aba aca-ba-ba
y volvía a empezar.


La Hoguera Cósmica.


7 TeV's
siete veces eceveteis
¡Siete Teraelectronvoltios!

[Salta sola la maga mala los Atlas]

(¿Y sí el bosón de Higgs, también él, fuera un palíndromo?)
[Etemenan-kik-nanemete]


He aquí un vídeo muy didáctico para enmarcar la noticia del día (con adecuada sintonía final).




Joglars: ¿el ocaso?

El grupo teatral catalán Els Joglars, autoexiliado de Cataluña por su enfrentamiento con la política y la sociedad independentistas, cumple el próximo año medio siglo de existencia. Para empezar a celebrarlo ha montado un “antihomenaje” en clave sarcástico-burlesca en el que sus actores se interpretan a sí mismos imaginando que se encuentran en 2036, es decir cuando la compañía hipotéticamente cumpla 75 años. El espectáculo, bajo el título 2036 Omena-G, se presenta como la obra que ensayan e improvisan los miembros del grupo, ya viejecitos decrépitos pero aún suficientemente marchosos, que viven internados en los "cobertizos" de un desvencijado centro geriátrico para actores («Ogar (sic) del Artista»). Su objetivo es organizar una función conmemorativa tomando pie de diferentes actividades habituales en una residencia de la tercera (o cuarta) edad y de algunas (pocas) referencias a la trayectoria teatral de Els Joglars. Una especie de canto de cisne ante la inevitable llegada del ocaso. Y, en sus más logrados momentos, un corte de mangas a la Parca. Pude verlo el pasado domingo en la sala noble (la roja) de los Teatros del Canal, en Madrid.

El espectáculo está organizada como una sucesión casi aleatoria, pero bien trabada, de sketchs en los que los juglares, conducidos por dos presentadores futuristas y algo descerebrados, se burlan en primer lugar de sí mismos y de los achaques de la edad, y después, de una serie de comportamientos sociales que, en sus aspectos más polémicos, tienen como principal nexo el estar casi todos referidos a conductas, actitudes, posturas políticas y personas y personajes identificables con lo que, grosso modo, podríamos denominar una tipología progresista. Así, el matrimonio homosexual, la ley del aborto, la alianza de civilizaciones, el «no a la guerra» o incluso la polémica y agria discusión en torno a la fiesta de los toros son objeto de parodias y chistes más o menos afortunados o previsibles, todo ello sobre el paisaje de un país ya para entonces federalizado y todavía arruinado por «la política de Zapatero».

Las acciones están subrayadas por textos mostrados en una pantalla que sirve de decorado de fondo, a modo de ojo vigilante de un Gran Hermano omnipresente, y donde se repite hasta la saciedad que el espectáculo cuenta con la esponsorización de “La Cacha”, en clara alusión a una muy conocida entidad de ahorros catalana. Esos textos, ofrecidos a modo de ambientación e hilo conductor de las escenas, componen por sí solos una verdadera línea editorial. Una propuesta cómico-ideológica que bien podría haber sido ideada por los espesos humoristas que suelen acompañar a Jiménez Losantos en sus sermones matinales.

El extraordinario trabajo físico de los actores (la simulación de los estragos del envejecimiento alcanza límites de gran perfección) y el rítmico engranaje de situaciones, bien coreografiadas y musicadas, a veces bajo la sugerencia de escenas de cine mudo, son los aspectos más destacados del espectáculo. Junto con la hermosa, poética, incluso sublime, secuencia final (a la que corresponde la imagen superior), digna de figurar en una antología de momentos inolvidables del grupo. Hay escenas, especialmente algunas de las protagonizadas por Ramón Fontseré, con su habitual maestría, que son un prodigio de composición. Y momentos de hilaridad chaplinesca. Así como notables rasgos del ingenio zumbón al que Boadella nos tiene acostumbrados.

Sin embargo, este Omena-G resulta muy irregular e incluso pobre en cuanto a su guión (no faltan en él tópicos bochornosos) y marcadamente tendencioso en cuanto a sus objetivos preferidos de burla. Personalmente, esperaba encontrar en una obra de este cariz más y mejor ideadas alusiones a momentos cruciales de la historia del grupo y, sobre todo, una mayor amplitud de miras a la hora de hacer un recuento crítico del presente. Frente a ello, el espectáculo cae con excesiva frecuencia en un tono seudopanfletario que sorprende por su carácter romo, tópico muchas veces y casi sectario en su miopía.

Albert Boadella, cuya inteligencia escenográfica está fuera de toda duda, avalada por una trayectoria teatral sin apenas parangón en la historia reciente del teatro español (e incluso euopeo), suele reclamar para sí el papel “tocapelotas” del bufón y una permanente vocación anárquica de «ir contracorriente», en especial contra el poder dominante, sea cual fuere. Muchas veces lo ha cumplido. Y es posible que él piense que en este caso también lo sigue haciendo. Pero habría que hacer caso omiso de su privilegiada relación con Esperanza Aguirre (que también es poder) para no sospechar que en la ausencia casi total de críticas hacia posiciones propias del bando conservador (¡con la que está cayendo en el entorno del PP y sus aledaños ideológicos!) pueda existir un ejercicio zafio y triste de servidumbre. Vamos, que al bufón se le ve, me parece, el relleno, la panza agradecida.

Así las cosas, más que ante un autohomenaje, ¿no estaremos, verdaderamente, frente a los síntomas de un ocaso... el de la libertad de un creador?

Imagen superior:
Escena final de la obra: Molière acompañar en su tránsito al más allá del escenario a los actores
mientras las almas de sus personajes ascienden a la gloria.
Fotografía toma de Notodo.com

sábado, 27 de marzo de 2010