Y el ángel vino y removió las aguas
«La ciudad estaba en trance de perder su alma cuando el ángel vino a remover las aguas del pasado esplendor». Con una frase así, de sabor bíblico, podría resumirse el papel que el historiador y poeta Ángel Ballesteros Gallardo ha venido desempeñando desde hace más de cuatro décadas paraTalavera de la Reina, la urbe que, sin ser su cuna, ha recibido la mayoría de sus desvelos como investigador y divulgador. Y también una permanente actividad —creativa, docente, comunicadora— de signo cultural.
En mi primera memoria de su persona, que se remonta al año mismo de su llegada a Talavera (sería hacia 1975), lafigura de Ángel se me aparece vinculada a la de mi viejoamigo el erudito y entusiasta Almiro Robledo, un «agente comercial» —así rezaba la placa en el portal de su oficina, al final de la calle del Sol— que por aquel entonces se ocupaba,en La Voz de Talavera, de relatar las anécdotas y leyendas de las calles talabricenses, además de hacernos más de una vez de guía por una ciudad que acaso sólo existía —pero de qué modo— en su imaginación. Los recuerdo juntos porque, si bien raras veces estuve con los dos, Ángel no tardó en ser para mí la persona con la que con más provecho se podía hablar de la historia de Talavera. Al papel que hasta entonces había desempeñado don Almiro, Ángel sumaba las ventajas de una mayor cercanía de edad, su formación académica, el rigor de los nuevos enfoques y, sobre todo, el interés compartido por la poesía, que fue sin duda el imán que nos reunió, junto a otros amigos de entonces, en diversos proyectos, eventos y actividades, que a veces cuajaron, a menudo no, pero fueron ocasión de que fraguara una amistad que todavía dura.
Pienso ahora si, junto a las parecidas preocupaciones, la causa de esa vinculación inicial entre don Almiro y Ángel no estribaría en un detalle acaso menor, pero que con el paso de tiempo ha ganado en relevancia y peso plástico, hasta imponerse como «imagen de marca», por así decir, del sabio local: ambos dos vestían con garbo la capa española (Ángel me parece que aún la porta en los meses crudos). En la mente del jovenzuelo que yo era entonces un rasgo así no tardaría en adquirir ribetes míticos. Y con toda razón. Si don Almiro me había contagiado su entusiasmo y había despertado mi imaginación hasta lograr que las piedras hablaran, Ángel, con su charla apasionada y erudita, sus lecturas, los evocadores artículos que pronto comenzó a publicar en el periódico —«Retales sueltos para un museo» se tituló una de sus series más leídas— y, sobre todo, la cercanía de su trato, se convirtió en un amigo, un colega sabio, además de algo pintoresco y muy original, con el que siempre era fácil y gratificante la conversación.
Poco después yo dejé Talavera, aunque seguí muy de cerca toda la larga marcha que Ángel emprendió a favor del rescate y —como se dice ahora— la “puesta en valor” de aspectos históricos, monumentales, artísticos, tradicionales… de una ciudad que siempre ha tenido como grave defecto el escaso aprecio de lo propio, e incluso un manifiesto desinterés por algunos hitos importantes de su historia y su cultura. Una ciudad siempre en peligro de perder su alma.
Sería muy larga la enumeración de asuntos talaveranos en los que el trabajo de Ángel ha contribuido a rescatar del olvido, o a recuperar del abandono, tradiciones y obras, patrimonio material o inmaterial. Un legado que, gracias a empeños como el suyo, hoy tiene una presencia bien distinta en la realidad talabricense. Ejemplo señero es, sin duda, el de las fiestas de las Mondas. Si, entre otras fuentes y precedentes, un famoso texto de Julio Caro Baroja había divulgado su importancia, es indudable que fue el infatigable batallar de un grupo de personas, con Ángel como principal impulsor, lo que acabó propiciando su recuperación, hasta lograr el eco internacional que tienen hoy los festejos talaveranos de después de la semana santa.
Y la poesía. Otro amigo común, que siempre estará vinculado a los años en que mantuve un trato más continuo con Ángel,es José Luis Reneo. Fue otro «corazón caliente» para todo lo que tuviera que ver con el arte y la cultura. José Luis, prematuramente desaparecido, nos vinculó a ambos, junto con el escritor Raúl Carbonell, en la aventura de «Tesela», una tan voluntariosa como efímera colección de «carpetas de poesía para bibliófilos», diseñadas con tanta originalidad como curtido barroquismo, con un airoso dibujo de Gregorio Prieto como santo y seña. Creo que sólo se llegaron a publicar cuatro números. Recuerdo los dos «consejos de redacción»que tuvimos en el domicilio de José Luis, en la plaza que preside la estatua del Padre Juan de Mariana, para decidir la publicación de las siguientes entregas. Y tampoco he olvidado —lo que son las cosas— que no logré convencer a mis compañeros de las bondades de un libro de Juan Malpartida. Y que acepté que como número cuatro de la colección se publicara un conjunto de poemas de un entonces para mí desconocido Hilario Barrero (¿les suena?), que apadrinaba Ángel. No sé si viví aquello como una “derrota” editorial. En todo caso, no debió de ser traumático porque lo recuerdo concariño. Y desde entonces, aunque nuestro contacto directo sea muy reciente, no le he perdido la pista a Hilario. De ese hilo, si bien se mira, nace este ovillo.
Anterior a esta aventura de cariz poético hubo otra u otras. La principal fue, sin duda, la primera salida —y única en el formato revista— de La Troje, germen del grupo cuya historia ya se ha contado varias veces. Fueron aquellos los años de un trato más intenso con Ángel. Recuerdo que muchos fines de semana, o en periodos de vacaciones, en la trastienda de Ismael Sánchez, otro gran amigo de la época, se organizaban animadas tertulias donde la presencia de Ángel —¡y la del profesor Ballesteros!— era habitual. Y también en La Voz de Talavera, en la que todos escribíamos, en torno al industrioso y casi heroico profesional del periodismo que fue Eladio Martínez., con el que Ángel entabló una asidua colaboración que incluso se plasmó en algún libro.
Casi sin querer, la memoria desata lazos que parecían perdidos en la urdimbre del tiempo. Aún habría muchas cosas que contar. Pero esto se alarga demasiado. Así que volveré, para terminar, al principio.
Mucho tiempo después, en mitad de la avenida de Toledo o en la glorieta del Laurel de los Jardines del Prado, tal vez en pleno invierno de la Ciudad de la Niebla, dos amigos se encuentran, se miran sonrientes, uno de ellos se retira la pipa de la boca y, señalando el habitual fajo de libros y papeles que lo acompaña, dice: «¿Has visto qué buenos son los poemas de Fulanito?» Y, de modo inmediato y alegre, el otro amigo siente que el ángel está otra vez a punto de remover las aguas.—Alfredo J. Ramos