El pasado 23 de marzo se inauguró en el Museo Ruiz de Luna de Talavera de la Reina la exposición dedicada a la colección de cerámica reunida a lo largo de su corta pero intensa vida por José Luis Reneo Guerrero (Talavera, 1960-2008), un agitador cultural de amplio espectro, apasionado, entre otras muchas cosas, por la cacharrería artística y sus aledaños. José Luis, del que fui amigo, falleció prematuramente el 20 de octubre de 2008. Le dediqué entonces, con destino a un acto de homenaje en su honor (y a una posible publicación posterior), el escrito que ahora cuelgo en el muro de la Posada para unirme al justo reconocimiento público hacia un ser inolvidable que empleó buena parte de sus días y de su enorme espíritu creativo en hacer felices a los demás.
Con José Luis Reneo en la memoria
No puedo decir que conociera bien a José Luis Reneo. Le traté con cierta asiduidad durante dos o tres años, a mediados de los ochenta, a raíz de que me pidiera unos poemas para publicarlos en los «Cuadernos de Poesía Tesela», el entusiasta proyecto editorial que por entonces él impulsaba. Recuerdo que mantuvimos largas conversaciones en Madrid, algunas de ellas hasta alta horas de la madrugada, y que de esas charlas, entre humos de variada procedencia y cervezas suaves, creció el fácil afecto que desde entonces hubo entre nosotros. Aunque en los últimos años apenas lo cultivamos.
Me atrajo de José Luis especialmente su intenso deseo vital, su finura para degustar cualquier forma de arte, su ironía, que podía ser mordaz pero solía traducirse en un chisporroteo ingenioso, su lucha algo callada contra incomprensiones que a veces le cercaban –como a todos– con su mano de tedio y la espesura de añejas costumbres.
Me viene a la memoria –algo imprecisa tras el tiempo transcurrido, pero sé que en el fondo cierta– una larga conversación sobre aspectos concretos de nuestras vidas, quizás al hilo de una reflexión sobre una frase del poeta Luis Cernuda que pudo servirnos de piedra de toque para intercambiar algunas confidencias. «El deseo es una pregunta cuya respuesta no existe», decía el poeta, y a su calor nos esforzábamos en ponerle nombre a nuestras inquietudes y en indagar sobre la tupida red de hipocresía que con terca obscenidad amordaza tantas veces el corazón humano.
También sé que hablamos aquella noche sobre el complejo de culpa que la educación religiosa y franquista nos había inoculado en nuestra infancia, de lo difícil que a veces resultaba sobreponerse a los estragos de una sensibilidad formada en esas y otras privaciones. Y de la necesidad de resistir, de atreverse, de hacer el mundo cercano –no sólo el paisaje abstracto de la vida social– de verdad habitable. Después de esa conversación decidí dedicarle el poema, ya preexistente, que copio más abajo y que formó parte de los publicados en «Tesela». Con esa dedicatoria, además de mi reconocimiento por su generoso interés, quise subrayar entonces –y quiero resaltar ahora– la pertinencia de cierto clima moral de sensaciones compartidas
Tesela de horas compartidas
Recuerdo de aquellos tiempos las risas fáciles, el intercambio de opiniones sobre gustos literarios o artísticos, sobre cuestiones políticas, personas y personajes, y alguna anécdota que se me ha quedado especialmente grabada, como su reconvención amistosa por el mal uso de alguna palabra: unos perfúmenes algo “suliveyantes” y muy “palacagüinos” que se me habían colado en un poema y que me apresuré a corregir, no sé si balbuceando una peregrina ocurrencia exculpatoria. También guardo memoria de las caóticas sesiones de un algo enfático pero ambicioso “comité de redacción” de Tesela que nos sirvió de excusa para discusiones apasionadas y divertidas con otros amigos de entonces.
José Luis vivía por aquellos años en un viejo “palacete talabricense” que abría sus ventanas hacia la fachada lateral del Ayuntamiento y casi a la sombra de la estatua del Padre Juan de Mariana. Quizás pueda resultar exagerada la sugerencia palaciega para evocar lo que debía de ser, a los ojos de un observador objetivo, una caserón destartalado y en franca decadencia. Pero estaba tan contagiado del espíritu de José Luis que yo lo recuerdo como el escenario ideal de sus inquietudes, un espacio a la altura de sus sueños, donde guardaba y exhibía con exquisito orgullo algunas antigüedades y maravillas de época.
Si cierro los ojos, la imagen de José Luis que me viene a la cabeza es la de su figura moviéndose de acá para allá por unos “aposentos” sobre los que fantaseábamos imaginándolos similares a los que pudieran haber acogido, en sus tiempos de jurista e incluso alcalde de la ciudad, al bachiller Fernando de Rojas. En esa evocación de su figura se impone la presencia de unos ojos vivísimos al fondo de una mirada sonriente, algo tímida pero siempre cómplice, la de un ser todavía luminoso dispuesto a compartir la osadía o quizás sólo la ocurrencia de alguna travesura.
Durante años, puntualmente intercambiamos saludos navideños, siempre llenos por su parte de una gran sensibilidad y buen gusto. También trazamos algunos vagos planes en común, entre ellos un proyecto para recuperar, en forma de libro y otras actuaciones, el “museo disperso” por el mundo de la cerámica de Talavera, una iniciativa que entonces me pareció de verdad interesante –aún creo que lo es, aunque no sé si en parte ya se ha realizado– y a la que dedicamos algún esbozo que se quedó, por mi parte, en un vago impulso desplazado por otras ocupaciones más acuciantes y concretas.
Posteriormente le pedí ayuda para documentar un texto que Anaya Touring me había encargado con destino a una guía de “museos para una nueva era” (se publicó en 1999 bajo el título de Qué arte y posteriormente la reeditaría el diario ABC), para la que propuse la incorporación del recién recuperado Museo Ruiz de Luna, a mi juicio uno de los mayores logros de la nueva política cultural que entonces se abría paso en Talavera y hoy ya un espacio de referencia cuya consolidación como tal tanto debe al personal empeño de José Luis. Su generosidad fue entonces la de siempre.
Volvimos a encontrarnos, Sagrario y yo, con nuestro amigo común en Talavera quizás hacia el año 2002, cuando él ya vivía junto a la vieja muralla restaurada, y compartimos en los antiguos billares de Navazo un café y promesas de vernos más a menudo en el futuro. Por entonces me pareció distinto –supongo que también a él le pasaría conmigo– y tuve la impresión de que nuestra antigua fluidez de trato ya no era la misma. Fue la última vez que lo vi, aunque todavía seguimos intercambiando felicitaciones navideñas y esporádicos mensajes durante algún año más.
Todas las novedades que me llegaron después de José Luis fueron ya indirectas, hasta la oscura noticia de su muerte, que me produjo una gran tristeza sólo amortiguada por la distancia que se había ido abriendo paso en nuestras vidas. Lamenté no haber estado más al tanto de sus problemas, de no haber profundizado más en la sintonía que sus iniciativas solían provocarme, de no haberle conocido un poco mejor. Su recuerdo sigue siendo para mí una parte importante de la experiencia amable, de la provisión de amistad y cariño que resulta imprescindible para que sea soportable el viaje de la vida. Un alimento del que quizás él en sus últimos días se sintiera privado, porque no quiso, no pudo o no supo encontrarlo. Quién lo sabe.
No encuentro otro modo mejor de unirme al homenaje al amigo tan tempranamente desaparecido que reiterar este poema del que sentí entonces, y sigo sintiendo ahora, que acaso pueda dar cuenta de la intensa ternura que su forma de ser me despertó y de la melancolía que su entrañable recuerdo me produce.
El doncel amarillo
A José Luis Reneo, entonces y ahora.
Recuerdo aquellos labios de doncel amarillo
disueltos en mis ojos
y las heridas turbias del tiempo
cayendo en espiral sobre la incertidumbre:
el pelo del amigo prohibido
que me tendía siempre
las mismas dulces trampas
desafiando leyes tan graves
como la solidez rotunda del planeta
«Y que si alguno hobiese ayuntamiento
con miembro de otra especie,
sea anatema
de puro bestialismo…»
El alma rebosaba de deseo
en la gran plaza pública
adonde mercaderes de todo el mundo
traían los perfumes y esencias más suaves:
las aromas sagradas de Bagdad,
el masculino incienso de la India
y el palpitar de senos tan tibiamente corrompidos de Cartago.
Barcas de amor surcaban las orillas del Sena,
lejanamente muertos los amantes,
y abrasada la estirpe de Sodoma
por la envidia del dios,
mientras la incorregible Marilyn
se besaba infinita en los espejos.
El laberinto oscuro de las venas
presentía la dicha como un aire remoto
que crecía sin fin entre los muslos
y elevaba la hermosa barahúnda
de los sexos eternos
para abrazar la forma nebulosa
de la almohada húmeda
cuando, al abrir los ojos,
allí estaba la piedra amenazante
y el sudor del culpable ante la luz
ahogando mi cuerpo,
al volver
a la muerte
de la vida.
(De El sol de medianoche, 1988)
Imagen superior
José Luis Reneo en Lisboa (1998), junto a la estatua de Pessoa.
Foto tomada del Catálogo de la citada exposición.
Imagen inferior
Azulejo en recuerdo de JLR
en un monumento situado en los Jardines del Prado
de Talavera de la Reina.
Foto © AJR