(En voz alta). Lleva uno tantos años defendiendo algo parecido a lo que aquí, con meridiana claridad y elocuencia práctica, defiende Luis Sanz Irles, que ganas me dan de enmarcar el artículo y ponerlo bien entrecomillado en la pared. De momento, me conformaré con repicarlo. Y añado: no me extrañaría nada que tras ese uso tan nítido de estos signos de puntuación que Sanz Irles tanto elogia, además de la mano de Javier Marías, esté la de un corrector ortotipográfico a la vieja usanza capaz de desentrañar y solventar las más enrevesadas cuestiones expresivas —a menudo de carácter más metafísico que puramente sintáctico— en pro de la mayor comprensibilidad y eficacia significativa (¡dele!) del texto. Hace mucho que se habla de la edición sin editores, cuyos desastres pueblan desde hace tiempo los estantes de las librerías. Si la catástrofe no ha sido mayor es porque aún resisten, en las más activas editoriales, una legión de correctores y, sobre todo, correctoras con las que siempre ha sido un delicioso y a veces tortuoso placer tratar y que, a estas alturas, son las depositarias de un saber cualitativo, en lo tocante a la selva de signos, tan claro y eficaz que es la verdadera brújula que nos permite no perdernos del todo en ella. Ni en las arenas movedizas de los textos pantanosos.
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