En el asiento trasero, Ana no dejaba de
chillar mientras, con los prismáticos dados la vuelta, miraba por la ventanilla
el paisaje que se perdía al fondo del barranco, en la orilla opuesta del mar.
La carretera se había ido estrechando y
las curvas eran cada vez más cerradas. Tenía la sensación de estar recorriendo un zigzag
interminable.
En una de las revueltas, frente a las ruinas de lo que parecía una antigua abadía, vimos a un monje que le estaba dando de comer a una zorra. Parecía arroz. Más adelante, la luna se anuló tras una nube. Del onagro y su órgano, puro brillo imaginario entre las sombras, mejor ni hablar.
—Juraría que ya hemos pasado por aquí
—acerté a decir mientras sentía crecer el vértigo.
Ana, en cambio, cada vez más excitada, no
paraba de gritar:
—¡Al revés y sé verla, al revés y sé
verla!
Fue entonces cuando comprendí que «La ruta natural» era una trampa sin salida. Pero ya era tarde para emprender otro camino.
Fue entonces cuando comprendí que «La ruta natural» era una trampa sin salida. Pero ya era tarde para emprender otro camino.
Imagen: Dunluce Castle, en Irlanda del Norte. © AJR, 2009.
2 comentarios:
Si llegan al final, ¿no sería como si estuvieran al principio? Porque yo me perdería, pero seguro que tú, no, estás ducho ya en este juego altamente complicado.
Besos, mis respetos también. Y una sonrisa.
Claro, Virgi. Ya decía Eliot aquello de que
«en mi final está mi principio». «¡Y usté que lo vea!», cabría apostillar haciéndole un gesto de reconocimiento al imprescindible lector cómplice. Como es tu caso. Lo que mucho te agredezco. Besos.
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