viernes, 24 de abril de 2015

La chilaba de Goytisolo


Qué extraño el acto de la entrega del Cervantes a Juan Goytisolo, al menos visto por la tele a la carta y de madrugada. Todo el mundo parecía estar allí por obligación, por meras exigencias del guion protocolario, y a disgusto. Tal vez sólo algunos invitados de las bancadas del común asistían al evento complacidos y curiosos, seguros de sí mismos, cómodos en su papel de espías privilegiados. Pero ni las autoridades civiles, militares o académicas, ni los representantes de los diversos sectores sociales y culturales del país, ni, por supuesto, el premiado, transmitían otra sensación que la de estar deseando que aquello acabara cuanto antes. El ministro Wert, que pronunció su discurso con notable profesionalidad y sin que se le llegaran a notar demasiado los sapos que se iba tragando a cada poco, incluso llegó a mencionar en algún momento la dificultad de la ocasión. El presidente de la comunidad de Madrid, con mucha diferencia el peor disfrazado de la juerga, no ocultaba en su lenguaje no verbal su disgusto ante las palabras del escritor. Hasta a los maceros municipales parecía pesarles de otro modo el as de bastos. Las palabras de Goytisolo, breves, contundentes pero también vacilantes, llenas de sentidos cervantinos, plenamente coherentes con su obra, y rematadas con algún oportunismo tal vez inapropiado, no lograron deshacer la sombra de contradicción que el acto en sí mismo debía de tener para quien había jurado no aceptar nunca ser el centro de celebración semejante. No creo equivocarme si afirmo que, para muchos de los congregados, fue como si el escritor en realidad estuviera leyendo su discurso ataviado con una chilaba, tal como había dicho que, llegado el caso, preferiría hacerlo. Pensándolo bien, puede que allí sólo se sintiera de verdad contenta Letizia Ortiz, la antigua periodista y reconocida amante de la literatura cuyo entusiasmo de niña lectora pudimos ver asomarse, en algún escorzo casi selfídeo y en un par de primeros planos, a los ojos de la reina consorte. Quien, por cierto, en su estricto papel de reina, también me parece que estuvo más envarada que de costumbre.

2 comentarios:

fcaro dijo...

Me añado sin matices. Todo un poco extraño en esta enfurruñada aceptación. ¿Es cierto que son 125.000? Eso explicaría la necesidad de lavar la mala conciencia con ciertas palabras.

Alfredo J Ramos dijo...

Creo que esa es la cifra, Paco. Aramburu también la subrayaba en su artículo de "El cultural". Por mi parte, no creo que lo del vil metal sea, en este caso, lo más disonante, ni siquiera como presunta coartada del disidente para, siquiera por unas horas y con un gesto, dejar de serlo. Vivimos tiempos extraordinariamente confusos y las contradicciones asoman por doquier. También la contaminación entre la crítica social y la literaria, terreno fangoso como pocos. En fin, sería para hablarlo más despacio. Gracias por tu interés.