Algún dios infernal enfadado y enfangado o, quién sabe, quizás también entrampado (¡la crisis!), ha pegado un puñetazo en el centro mismo del Averno y la cuna del Sol Naciente ha comenzado a temblar como si la estuviera meciendo un corro furioso de titanes.
Muy de mañana íbamos, mi musa y yo, camino de Yuncos cuando nos sorprendió la noticia del terremoto de Japón en la radio. En seguida me acordé de mi amigo
Navajo cuyo hijo, un joven guerrero, vive en Tokio. Nada más dejar el coche pude hablar con él (Navajo padre) y me tranquilicé al saber que ya habían logrado entrar en contacto, a través de Internet, y que el joven guerrero se encontraba sin novedad. Asustado, claro, pero con ánimo suficiente para contar la experiencia con viveza no exenta de humor en su blog,
Tokio Blues.
Vivió el seísmo en el piso 12 de un edificio de 15 plantas.
De regreso en Madrid, a lo largo de toda la tarde no he podido dejar de mirar, aunque fuera de reojo, las imágenes terribles que arroja la televisión (lo sigue haciendo), en especial esas escenas de la
ola gigante que se lleva por delante cuanto encuentra a su paso. Qué incómoda semejanza con las imágenes iniciales de la última película de Clint Eastwood,
Más allá de la vida, una secuencia poderosa y por ficticia bella
que recrea
el
tsunami que en 2004 arrasó el sudeste asiático.
«La sacudida ha sido tan potente que ha desplazado casi 10 centímetros el eje de la Tierra», dicen por la radio. Nadie da una cifra ni siquiera provisional de muertos. Se teme que se cuenten por miles. El tsunami amenza otros países (sobre todo las costas de Chile). Y aún hay cierta alarma (en Madrid son las 23:00) por la seguridad de una central nuclear.
Otro
11-M de infausta memoria. Otra herida de consecuencias aún imprevisibles. Otra constatación palmaria de lo delgada que es la frontera entre la vida y la muerte.
Arriba, La gran ola de Kanagawa, estampa de Katsushika Hokusai.
Imagen tomada de la web esacademic.com