[Salta sola la maga mala los Atlas]
He aquí un vídeo muy didáctico para enmarcar la noticia del día (con adecuada sintonía final).
El grupo teatral catalán Els Joglars, autoexiliado de Cataluña por su enfrentamiento con la política y la sociedad independentistas, cumple el próximo año medio siglo de existencia. Para empezar a celebrarlo ha montado un “antihomenaje” en clave sarcástico-burlesca en el que sus actores se interpretan a sí mismos imaginando que se encuentran en 2036, es decir cuando la compañía hipotéticamente cumpla 75 años. El espectáculo, bajo el título 2036 Omena-G, se presenta como la obra que ensayan e improvisan los miembros del grupo, ya viejecitos decrépitos pero aún suficientemente marchosos, que viven internados en los "cobertizos" de un desvencijado centro geriátrico para actores («Ogar (sic) del Artista»). Su objetivo es organizar una función conmemorativa tomando pie de diferentes actividades habituales en una residencia de la tercera (o cuarta) edad y de algunas (pocas) referencias a la trayectoria teatral de Els Joglars. Una especie de canto de cisne ante la inevitable llegada del ocaso. Y, en sus más logrados momentos, un corte de mangas a la Parca. Pude verlo el pasado domingo en la sala noble (la roja) de los Teatros del Canal, en Madrid.
Imagen superior:
Escena final de la obra: Molière acompañar en su tránsito al más allá del escenario a los actores
mientras las almas de sus personajes ascienden a la gloria.
Fotografía toma de Notodo.com
El pasado 23 de marzo se inauguró en el Museo Ruiz de Luna de Talavera de la Reina la exposición dedicada a la colección de cerámica reunida a lo largo de su corta pero intensa vida por José Luis Reneo Guerrero (Talavera, 1960-2008), un agitador cultural de amplio espectro, apasionado, entre otras muchas cosas, por la cacharrería artística y sus aledaños. José Luis, del que fui amigo, falleció prematuramente el 20 de octubre de 2008. Le dediqué entonces, con destino a un acto de homenaje en su honor (y a una posible publicación posterior), el escrito que ahora cuelgo en el muro de la Posada para unirme al justo reconocimiento público hacia un ser inolvidable que empleó buena parte de sus días y de su enorme espíritu creativo en hacer felices a los demás.
Con José Luis Reneo en la memoria
No puedo decir que conociera bien a José Luis Reneo. Le traté con cierta asiduidad durante dos o tres años, a mediados de los ochenta, a raíz de que me pidiera unos poemas para publicarlos en los «Cuadernos de Poesía Tesela», el entusiasta proyecto editorial que por entonces él impulsaba. Recuerdo que mantuvimos largas conversaciones en Madrid, algunas de ellas hasta alta horas de la madrugada, y que de esas charlas, entre humos de variada procedencia y cervezas suaves, creció el fácil afecto que desde entonces hubo entre nosotros. Aunque en los últimos años apenas lo cultivamos.
Me atrajo de José Luis especialmente su intenso deseo vital, su finura para degustar cualquier forma de arte, su ironía, que podía ser mordaz pero solía traducirse en un chisporroteo ingenioso, su lucha algo callada contra incomprensiones que a veces le cercaban –como a todos– con su mano de tedio y la espesura de añejas costumbres.
Me viene a la memoria –algo imprecisa tras el tiempo transcurrido, pero sé que en el fondo cierta– una larga conversación sobre aspectos concretos de nuestras vidas, quizás al hilo de una reflexión sobre una frase del poeta Luis Cernuda que pudo servirnos de piedra de toque para intercambiar algunas confidencias. «El deseo es una pregunta cuya respuesta no existe», decía el poeta, y a su calor nos esforzábamos en ponerle nombre a nuestras inquietudes y en indagar sobre la tupida red de hipocresía que con terca obscenidad amordaza tantas veces el corazón humano.
También sé que hablamos aquella noche sobre el complejo de culpa que la educación religiosa y franquista nos había inoculado en nuestra infancia, de lo difícil que a veces resultaba sobreponerse a los estragos de una sensibilidad formada en esas y otras privaciones. Y de la necesidad de resistir, de atreverse, de hacer el mundo cercano –no sólo el paisaje abstracto de la vida social– de verdad habitable. Después de esa conversación decidí dedicarle el poema, ya preexistente, que copio más abajo y que formó parte de los publicados en «Tesela». Con esa dedicatoria, además de mi reconocimiento por su generoso interés, quise subrayar entonces –y quiero resaltar ahora– la pertinencia de cierto clima moral de sensaciones compartidas
El doncel amarillo
A José Luis Reneo, entonces y ahora.
(De El sol de medianoche, 1988)
Imagen superior
José Luis Reneo en Lisboa (1998), junto a la estatua de Pessoa.
Foto tomada del Catálogo de la citada exposición.
Imagen inferior
Azulejo en recuerdo de JLR
en un monumento situado en los Jardines del Prado
de Talavera de la Reina.
Foto © AJR
Aunque me alegré de que no desbancara a El secreto de sus ojos en el Oscar al mejor filme de habla no inglesa, la verdad es que ese premio lo hubiera merecido con igual justicia La cinta blanca (Das Weise Band), la última película de Michael Haneke, una visión tan estremecedora como verdadera de los nidos secretos (u ocultados) en los que se incuba o puede incubarse la maldad y el horror en el corazón de los hombres.
La voz cascada de un narrador, del que poco después sabremos que es el maestro, no sitúa en un pueblo del norte de Alemania en los meses previos a la Primera Guerra Mundial. Nos advierte de que nos va a relatar, no sabe si con total precisión, unos sucesos extraños que turbaron la vida del lugar y cuya escenificación comenzamos a ver…
A partir de ahí, y mediante una bellísima narración en blanco y negro y una recreación de ambientes y de atmósferas que tiene toda la densidad del mejor cine clásico europeo (Dreyer y Bergman son referencias oportunas), asistimos al desarrollo de una historia que, si bien está contada con cierta intriga de “caso policiaco”, nos acaba atrapando por la verdad y la crudeza con que nos muestra algunas claves (cabría decir, llaves arrojadas a un pozo profundo) que laten en el fondo de la condición humana. Y, en concreto, en la forma en que en nuestra sociedad cristiana y occidental se trasmiten los valores a través de la educación.
Con su trama jalonada de sucesos crueles y violentos que parecen obedecer a un plan maligno minuciosamente calculado, y sobre cuyos autores en seguida tenemos tan clara como insólita constancia, el retrato cuidado hasta en el menor detalle de una comunidad rural organizada en torno a severos criterios morales acaba siendo un desvelamiento de las mentiras “piadosas” que pretenden ocultar el horror de lo que tempranamente se sospecha y sobre lo que, también tempranamente, se aprende a comprender que es algo de lo que no se puede hablar, sobre lo que se impone la negación, el ocultamiento, el disimulo y finalmente la hipocresía.
Es difícil hablar con concreción de la película sin revelar partes de la trama. Es cierto, como han apuntado algunas críticos (y ya queda dicho), que su tema de fondo es la incubación del mal. Y también resulta coherente pensar que un clima similar al que la película retrata pudo ser el caldo de cultivo donde proliferaron ciertas actitudes que no sólo hicieron posible sino que alentaron las aberraciones del nazismo. Pero La cinta blanca es aún más inquietante: su trasfondo no sólo afecta a conductas condenables por su perversión. Arroja una mirada profundamente pesimista sobre la naturaleza humana, incluidos sus impulsos más nobles. Habla, en el fondo, del inevitable triunfo de la muerte.
Dejo aquí dos de sus secuencias más impresionantes, buenos ejemplos, además, de ciertos extremos que la obra recorre y de las elocuentes escenas de aprendizaje que en ella se retratan. La primera es, a mi entender, el momento más emotivo de la película. Y sobre su preciso, maravilloso y revelador diálogo acaso se sostenga todo el complejo edificio de esta reflexión sobre el mal que Haneke ha resumido en la evocadora imagen de la «cinta blanca». Un símbolo de inocencia y pureza que todavía los niños de mi generación llevábamos sobre nuestros trajes de comulgantes y en torno al que incluso se componían fervorosos poemas votivos que algunos no hemos olvidado: «En una caja escondida / guardo una cinta de seda / que es todo lo que me queda / del naufragio de esta vida.»