viernes, 28 de agosto de 2020

Trikiklos (41)


Ay, Marcelino:
que pesao’ con el pan
y con el vino.
Cine devoto
en un país sin votos:
sensiblerías.
Pero qué miedo
aquel desván a oscuras
y qué ternuras.
Pablito Calvo,
actor por puro instinto:
Mi tío Jacinto.
Gran peli esta:
puro "ñeorralismo",
grandes actores.
Y la secuencia
del timo del reloj
con Miguel Gila.
He vuelto a verla
y no hay ninguna duda:
obra maestra.

Pisando ceniza, de Manuel Arroyo Stephens


(En voz alta).
Inclasificable, en efecto. Memorias, sí. Pero probablemente, y sobre todo, el cumplimiento de un consejo que en realidad era una orden que en realidad era una herencia: de la amistad y la extrema confianza (ese difícil matrimonio): «Escribe». Sabemos bien que no es fácil llegar a esta llaneza, tan complicada, a esta naturalidad, tan envolvente. Trapiello (nota en la cuarta de cubierta) dice: «Un libro que no suena a nada de los que sus compañeros de generación han escrito. No parece ni siquiera español, no parece ni siquiera literatura». Aún no lo he terminado. Pero puedo decir que dentro están 96 páginas inolvidables, únicas, absorbentes, con la mejor aproximación a un autor del que en ningún momento se dice su nombre. Una revelación.

jueves, 27 de agosto de 2020

Agustín antes de santo

Mañana es San Agustín, hombre de gran corazón. Sabio en tantas cosas. Un verdadero “vividor” (como Pau Donés, si se me permite la ocurrencia), cuya inteligencia aún nos ilumina, aunque no compartamos su deriva espiritual ni –tanto tiempo después– cierta autoinculpación innecesaria y algo fanatizada tras la admirable aventura del corazón humano. El agua corre y, como sostiene el sentido común y recalca algún amigo sabio, “siempre encuentra su camino”.

martes, 25 de agosto de 2020

Trikiklos (40)

 


En videojuegos
aún sigo en las pantallas
del comecocos.
Los fantasmitas
me cercan por doquier:
siempre me comen.
La musiquilla
siempre dice lo mismo:
«Te-he-mos-ven-ci-do».
Y añade un eco
que suena ya a rechifla:
«¡¡Prin-gao, prin-ga-o!!»...

lunes, 24 de agosto de 2020

Un regalo de Amancio Prada

(En voz alta). No son infrecuentes los regalos de artistas en este verano de los raros tiempos. Aunque no siempre nos pillen con el estado de ánimo y la disponibilidad suficientes para valorarlos como se merecen. Por eso, y por su naturaleza excepcional, no quiero dejar pasar este hermoso detalle que nos brinda, con su habitual maestría y delicadeza, el gran Amancio Prada, siempre tan generoso. Como suele decirse, oro en paño. En este enlace.

Obras Completas (A-Z)



(“Itinerario de islas”)

Agua Aliento Alegría
Amigo Amor Asombro
Azul Bosque
Canto Caricia Claridad Corazón Cuerpo
Danza Desierto
Deseo Duda
Espacio Estrella Extravagancia
Fulgor Hierba
Inocencia Instinto Inteligencia
Levedad Lluvia (Lumbre-Luz)
Madre Mañana Mar Memoria Miedo
Mirada Misterio Muerte Mujer Música
Noche Nombre Oscuridad
Pájaro Paz Piedra Piel Río
Sí Silencio Sol
Soledad Sospecha Sueño
Territorio Tiempo Tierra Tristeza
Vida Viento
Vuelo...
Wow, Xa, Ya,
Zas!

domingo, 23 de agosto de 2020

Junto al mismo mar de Roma




«El peso de la arena del tiempo» ©️ Javier Serrano, 2020.
La cercanía del mar es siempre un argumento fuerte. A menudo no es necesario nada más: inspiración, respiración, agua, sal y luz. Y dejarse mecer por la corriente. Pero aquella vez, cerca de las ruinas gaditanas de Bolonia (Baelo Claudia), se produjo un curioso combate —lid más bien— entre la naturaleza y la historia.
El objetivo de la excursión de aquel día, desde Vejer, era visitar el yacimiento de la antigua ciudad romana y después seguir hacia Tarifa y otros puntos del Campo de Gibraltar, con el vago propósito de sondear —por así decir— los vientos de la historia y evocar viejas lecturas de reivindicaciones y romances. Y así lo hicimos, pero con el pequeño despiste de no comprobar las condiciones de visita, de modo que al llegar al sitio nos encontramos con la sorpresa de que era el día de cierre —tal vez un lunes— y nos tuvimos que conformar con admirar desde fuera el perfil de las hermosas columnas y los restos bien visibles desde varios montículos. Mientras bordeábamos, a modo de tenaces agrimensores, el perímetro del yacimiento, en irregulares paradas leíamos, no sin cierta retranca, las precisas descripciones de la muy documentada guía que viajaba con nosotros. Fue una curiosa visita virtual in situ.
Menos mal que aquel descuido propició la ocasión de que dispusiéramos de más tiempo para explorar la cercana duna y la playa limítrofe, en un paseo largo y exigente, con la luz y la arena como protagonistas, y siempre a vista de las aguas: un mar cuyo color podía ir desde el azul crudo o lavado (¡claro!) hasta el tópico topacio intenso, con una amplísima gama intermedia capaz de enriquecer o hacer enmudecer la más exigente paleta del más original pintor. No sé si me explico.
A lo que más se parece caminar sobre la arena de una duna es a la travesía por una montaña con nieve recién puesta, aunque haya entre ambas experiencias diferencias meteorológicas obvias, pero tal vez también una prueba más de la extraordinaria cercanía sensorial en que a menudo se complace recrearse nuestro cerebro cuando se le tensan las neuronas. No sin esfuerzo subimos duna arriba hasta coronar sus en apariencia parcos 30 metros, medida del todo engañosa cuando hay que luchar contra un suelo que, literalmente, se remueve bajo tus pies. Nunca pensara que las arenas movedizas lo fueran tanto. Sólo otro vez, en la entrada del Sáhara por el sur de Túnez, en las cercanías de la ciudad de Naftah, he experimentado sensación semejante. Pero la lucha contra la gravedad inestable mereció la pena: a nuestros pies, el proverbial “abrazo cóncavo” de la playa era una vastísima planicie blanca que parecía a punto de fundirse con las apenas delineadas señales en morse del horizonte, uno de esos efectos de fusión sensitiva que lo dejan a uno anonadado.
No sé si entonces lo pensé, pero ahora al recordarlo —y obligado a suplir los huecos que a veces dejan entre sí las proteínas de los neurotransmisores—, se me viene a la cabeza la prodigiosa frase de Eduardo Galeano y, con ojos tan abiertos como me permite el incesante chorro de luz, le estoy pidiendo a quien está a mi lado: «¡Ayúdame a mirar!».
(Las Caminatas, XVII)