sábado, 19 de marzo de 2016

Una hora, todas las horas

Luz apagada
la Hora del Planeta
en la Posada.

Un años más, sin otra convicción que la de creer aún en el poder de los símbolos para avivar la consciencia, en la Posada nos unimos a esta iniciativa global que al menos debería servir para poner en primer plano nuestra responsabilidad, individual y colectiva, en la salud de la Tierra. 
Curiosa coincidencia que el Día del Padre sea en esta ocasión el elegido para acordarnos de nuestra Madre.

jueves, 17 de marzo de 2016

La tos


Mientras trato de leer un artículo que apela a una muy peculiar concepción de la belleza, sufro un golpe de tos que conmueve todo mi edificio corporal, desde los cimientos a la azotea, con especial repercusión en las cajas interiores, ascensores, conductos de suministro y desagües. Esta experiencia de la tos es conmocionante, incluso conmovedora. En su advenimiento, quizás porque la expectoración remueve a fondo limos arraigados, se produce un a modo de vaho que huele, claramente, a enfermedad. O, con más exactitud, a atmósfera oprimida. Gases aprisionados por sus moléculas más pesadas que, además de lastrarles la volatilidad, hacen que se fijen en zonas corporales rastreras, donde se mezclan con todo tipo de residuos. Todo lo que en el cuerpo es resultado de las imperfectas combustiones. O también, lo que la alteración del proceso industrial del buen funcionamiento del edificio produce como resto no asimilado ni asimilable, pura filfa con su hedor gratuito. Y, sin embargo, en esta experiencia mórbida de la tos convulsa hay también un atisbo de realidad superior, cierto camino al trance. Ecos, tal vez lejanos pero sin duda existentes, de un movimiento derviche que traen a la memoria, y al paladar del alma (nada menos), una pizca del sabor de la melopea mística y la textura olorosa de un vuelo de incienso, sin duda algo rancio, pero todavía penetrante. Un aroma que se apodera de las papilas y los poros y, antes de que haya podido darme cuenta, me recuerda que ya está a punto de comenzar, en un nuevo ciclo del carrusel cada vez más vertiginoso, la semana de pasión. 

(Tiempo contado, 17 marzo 2016, 10:04 h)


Imagen superior, de autor desconocido, tomada de aquí. 
El supuesto parecido con un retrato infantil de Íñigo Errejón es infundado.

lunes, 14 de marzo de 2016

Rumores infundados

Cercanías del mar (Menor). ©  AJR, 2014.

Podría decirse, por la luz, que ayer fue el primer día de la primavera. Aunque la noche fría, casi heladora, lo desmintió. Como se ve, también en la naturaleza hay rumores infundados. 
Estas observaciones nos reconcilian con el deseo de entender la vida en todos sus extremos. Y no sólo desde el punto de vista humano, demasiado humano. Porque todo ocurre de la misma manera y sólo las variaciones pueden dar cuenta de lo que podemos aspirar a comprender.

(Tiempo contado, 14 marzo 2016, 11:41)

jueves, 10 de marzo de 2016

Lætitia Jarry


Si yo digo que tenemos una reina que no nos la merecemos, ustedes pueden entender lo que les plazca. Aquí, donde cae la hojarasca. O en la corte monegasca. Como prefieran. Pero lo que sí es real del todo es que tenemos una reina a la que no acabamos de comprender bien. O que quizás no sabe explicarse, por más que sea, haya sido, una profesional, y acreditada, de la comunicación. Veamos, por ejemplo, esos eseemeeses que ha desvelado el diario.es y en los que doña Lætitia da pruebas de ser poseedora de un estilo entre naif y acanallado en las distancias cortas expresivas, también entre cursi y campechano, cuando se trata de mandarle su apoyo de colega a un al parecer buen amigo de juventud, además de, según cuentan algunas crónicas, cómplice necesario para que ciertas citas premonárquicas se lograran y se mantuvieran en la intimidad. Nada del otro mundo. Ahora bien, lo que más llama la atención en su texto son esa «mierda» castellana y, muy especialmente, el «merde» francés, que brillan como joyas léxicas en pleno centro de los mensajes. Sospechábamos que Lætitia no es ni podrá ser nunca una reina convencional. Pero pocos han caído en la cuenta de que lo que en verdad está haciendo aquí la soberana es citar nada menos que a Alfred Jarry, quien en su Ubu Roi, precisamente, rompió con todas las convenciones teatrales e hizo que un actor se adelantase hacia el público, y mirándole fijamente a los ojos, lanzase aquel «MERDRE!» que todavía resuena en la dramaturgia occidental. La reina, que es persona cultivada y, según cuentan, bienhumorada, sin duda estaba pensando en Jarry y se puso, expresivamente, en jarras. Lo suyo no era tanto un chatear a la patalallana como hacer un puro ejercicio de patafísica. Y eso es todo.

Caricatura tomada de aquí.

lunes, 7 de marzo de 2016

Yo estrené mi juventud (aunque hace ya tanto...)


Al conocer la muerte de Francisco García-Salve, más conocido como «Paco el cura», inevitable y melancólicamente me he acordado de este libro, Yo estrené mi juventud, el primero y único que leí de él, en los años de Salamanca, en el colegio-seminario de San Agustín, supongo que hacia 1967 o 1968. No recuerdo apenas su contenido, pero sí que su tono me pareció entonces muy moderno en relación con otros «libros de formación» de la época. Y que debía de estar en sintonía con los tiempos de aggiornamento (es paradójico cuánto ha envejecido esta palabra) que se vivían entonces en la Iglesia. Aires nuevos que, en buena medida, fueron los responsables del cambio ideológico que a partir de los años sesenta y setenta fue extendiéndose entre buena parte de los jóvenes que fuimos educados en la más estricta ortodoxia de una España en la que la Iglesia y sus estructuras educativas eran casi la única vía para acceder a la cultura, a través de una enseñanza que, pese a todas sus constricciones, tenía la virtud de que no impedía la capacidad de reflexión (ni de construir frases subordinadas).

En lo poco que recuerdo de esta obra, tal vez muy comparable a ciertos manuales de autoayuda que hoy tienen tanto éxito, el mayor acento se ponía sobre una especie de entusiasmo vivificante (ese era, creo, el adjetivo): un ejercicio de alegría basado en el mensaje del amor de Cristo que, a diferencia de otras ideas dominantes y castradoras, además de a menudo terroríficas, estaba planteado en sentido positivo, incluso eufórico, tal como indica la propia ilustración de la cubierta del libro.

Al lado de las enseñanzas que por entonces se nos inoculaban con rigor minucioso, en este y en otros libros similares, de autores como José María Cabodevilla o Michel Quoist, muchos adolescentes de aquella época encontrábamos algo distinto que nos resultaba muy atractivo: un tono en el que, frente a la terrible negritud de obras como Energía y pureza,  quizás el mayor tratado de sadomasoquismo que haya leído nunca (lo dice alguien que en su juventud posterior fue lector de Sade y de Sacher-Masoch), nos acercaban una cara amable de nuestra fe de entonces y, en ese sentido, nos ayudaban a sentirnos menos desgraciados. Y estaba, además, el estilo: un lenguaje de cierta calidez, apoyado en un tono directo y en metáforas estimulantes que incluso podían parecernos provistas de calidad literaria.

No sé hasta qué punto en esta obra de su etapa como pedagogo jesuita estaba ya presente algún atisbo del acento social y comunista al que García-Salve dedicó el resto de sus días, al parecer sin entrar nunca en contradicción con los fundamentos de su fe, salvo en lo tocante a los dogmas jerárquicos. Tal vez no fuera un asunto cuyo estudio esté carente de interés. Y más en estos tiempos en que la confusión ideológica no solo es notable sino que a menudo resulta difícil saber de qué se está hablando cuando se habla de ideología.  

Esta mañana, cuando la cita diaria de la muerte ha subrayado, entre otros, el nombre de García-Salve, en alguna zona de mi disco duro se ha encendido la frase que encabeza este post. Y con ella, esta reflexión inacabada y algo perezosa sobre un asunto que, si bien puede que no sea del todo indiferente a los asuntos que hoy se dilucidan en el debate (y combate) ideológico, de forma inevitable se consuma y se consume en la consabida pero inevitable conclusión del tempus fugit. Y cómo.

viernes, 26 de febrero de 2016

La red sideral


Al volver sobre sus pasos vio que las palabras, desprovistas de cuerpo y liberadas por fin de toda función significante, le hacían guiños a través de su punto de fuga como si lo invitaran a elevarse en el aire y a sumarse a su danza en la red sideral...

y la red isderal ne azna dusa a esra musa yeria el ne es rave le ana rativ ni oliso moca gufe dotnu pused sevarta soñi ugna icahel etna cifingis noic nufa doted nifrop sada rebil yo preu ced sat si vorp sed, sarba lapsale uq oivso sap su serbos rev lov la

y la red sideral zen anda a sua erasmus yeriale el enrevás elea varatini oli so moca gufe donut pus de sevar tao si ñungaí cha telena cifingis no cinufa doted finpro sada rebil yo pure cedsat si vorp sed sarbal aplasque oviso pas suserbos vervolla

Για βήματά του, είδε τα λόγια, στερείται σώματος και κυκλοφόρησε μέχρι το τέλος όλων των σημαντικών καθηκόντων, έκλεισε το μάτι μέσω του σημείο φυγής του, σαν να καλούνται να αυξηθούν στον αέρα και να ενταχθούν χορό της στο αστρικό δίκτυο

шақырылған болса, онда дененің айырылған және барлық маңызды функциясы соңына қарай шығарды, ол сөздерді көріп, оның қадамдарын қайталау үшін, ол ауада көтеріледі және жұлдызды желі, оның биі қосылуға оның жойылып нүктесі арқылы подмигнул

追溯他的脚步,他看到的话,缺乏身体和所有显著功能月底公布,他通过其消失点眨了眨眼,仿佛受邀在空气上升,加入她的舞蹈恒星网

Al vol verso bresus pas os vi o quel aspa labras des pro vistas de cu erpoy libera das por fin de toda función significante, leha cían guiños a travésde supunto defu gaco mosilo in vita rana el evarse en ela ire ya sumar sea su danza en la red sideral.

Y así say...

Luna llena y murales frente al viejo Foro de Carthago Nova. 
Foto © AJR, 2015.

martes, 23 de febrero de 2016

El 23-F, siete lustros después

La escalera del Palace en la noche del 23-F. Foto © Ricardo Martín.
Siete lustros después, frente a la pantalla gigante del cine Capitol, donde El País nos ha invitado al estreno de un documental que narra cómo se vivió en el periódico «la noche más larga de la democracia», la sensación que se me impone sobre todas las demás es esta: parece mentira que haya pasado tanto tiempo, ¡nada menos que 35 años!

Y es esa misma punzada, acerada por la contraposición física entre el antes y el ahora, la que sobrevuela la sala, casi al final de la proyección, mientras pasan los títulos de crédito y junto a fotogramas fijos de las personas que han reconstruido con sus testimonios la historia, la mayoría de ellas empleadas del periódico, pero también diputados presentes en el hemeciclo (Bono, Landelino, Margallo...), un alto militar, algún guardia civil, camareros del Palace, entre otros; al lado mismo, como digo, de esos planos fijos de los testigos (y testigas, que diría Chus Lampreave) se proyectan fotos suyas de aquel año. Imágenes que de forma inevitable señalan el paso, peso y poso de toda una vida. Y revelan, con toda su viva crueldad, las heridas del viaje. 

Creo que hacía cinco años que no me había vuelto a acordar, o apenas, del aniversario del que quizás sea el segundo hecho político más determinante del que guardo memoria (el primero, cómo no, fue el Óbito). Será el hechizo de las cifras redondas. Es probable que esta vez, de no mediar la iniciativa de El País, tampoco le hubiera prestado especial atención. En la cola de acceso al cine se voceaban, sin demasiada convicción y mientras Juan Luis Cebrián se apresuraba a subir a un lujoso automóvil, ejemplares de la edición que El País sacó a la calle aquella noche y que, como el documental citado subraya, también contribuyó a que la aventura de Tejero acabara convertida en una bufonada, aunque bien pudo ser una tragedia. 

En el documental, ese carácter casi sainetesco de la intentona queda de relieve con el ameno testimonio de Miguel Ángel Aguilar, tal vez el más distendido e inteligente de todos, junto con el de Bonifacio de la Cuadra. Con su particular manejo de la ironía, Aguilar narra cómo le propuso a un colega sorprender con una zancadilla a uno de los guardias civiles, para reducirlo, quitarle el arma y gritarle al coronel golpista: «¡Ríndete, Tejero, que han llegado los leales!».  Me hizo también ilusión (no sé si es la palabra exacta) ver y oír las precisas explicaciones del periodista Fernando Orgambides, antiguo colega del Johnny y de la Facultad de Ciencias de la Información.

En esta ocasión, además de volver  a revivir la incertidumbre y el miedo de aquellas horas, en las que en algún momento Sagrario y yo hablamos de marcharnos a Neuss, en Alemania, donde vivía toda su familia, he vuelto a caer de bruces sobre la foto de la escalera del Palace (arriba). Estaba proyectada a toda pantalla cuando entramos en la sala. En ella se ve a un grupo de periodistas y fotógrafos completamente entregados a la lectura del único periódico que salió a la calle en aquella horas (el Diario 16 lo haría bastante después, cuando la cosa estaba más o menos clara). Un periódico cuya portada, con una ambigüedad calculada, incluso desde el punto de vista tipográfico, anunciaba: «Golpe de Estado: El País con la Constitución». 

Desde hace años, en relación con esa foto me persigue una duda que tampoco en esta ocasión he podido despejar: la de si la persona con barba que aparece sentada hacia la mitad de la escalera, a la derecha (según se mira), es o no Ángel Luis Fernández, periodista talaverano, viejo amigo, muy cercano en la época en que ambos éramos estudiantes (incluso compartimos piso). Y fallecido de cruel enfermedad pocos años después. La foto ha sido documentada de forma minuciosa, como puede comprobarse en esta página, pero esa persona, que podría ser mi viejo amigo, continúa sin identificar.

Confío en que no tengan que pasar otros siete lustros para salir de dudas. Aunque, ahora que lo pienso, no sería un mal síntoma el poder seguir recordando, para entonces, aquellos tiempos que ya hoy nos empiezan a parecer remotos. Estaríamos nada menos que en 2051, mañana mismo como quien dice...