jueves, 25 de junio de 2009

El lazo

Nueva Estación de Cercanías de Sol en Madrid. Imagen procedente de una fotogalería de El País.com

Antes de que se me adelante Fernando Beltrán, gran inventor de nombres, y sin olvidar lo que escribió Javier Marías en una columna llena de sensatez cuando se iniciaba la obra (no recuerdo si todavía vestíamos pantalón corto, tal vez fuera como ahora verano), quiero hacer pública una ocurrencia por si alguien tiene a bien plagiarla y, rod@ndo y enred@ndo, puede llegar a buen puerto.

Héla aquí. Creo que el templete de acceso de la nueva Estación de Cercanías de Sol, en Madrid (que será inaugurada el próximo sábado 27, festividad de san Cirilo de Alejandría, muy santo varón al que no hay que echar la culpa de la idea ni de los años de retraso en culminarla), no debería llamarse, como se está apuntando en algunos foros, ni la Ballena, ni la Tortuga, ni el Cascarón, ni la Caverna, ni el Iglú, ni el Cacharrón... Ni tampoco «las Tetas de la infanta en la playa», tal como me pareció que proponía un conocido cómico en un programa de radio. Y mucho menos «¡Los huevos de Gallardón!», según defendió otro contertulio con énfasis e intención no del todo discernibles. Ni siquiera encuentro apropiado llamarlo «El muñeco del Messenger», con ser ésta una acuñación fresca, juvenil y bien vista (sobre todo desde el aire).

Me atrevo a sostener que un buen nombre para esta «deslumbrante» (en opinión de los vecinos, que no parecen darle al adjetivo un valor encomiástico) estructura de acero y cristal a la que Esperanza Aguirre ha comparado con la Pirámide del Louvre (ella sabrá por qué) es, como el avispado lector habrá asdivinado, El lazo, o tal vez El Lazo, con mayúscula individualizadora. El Lazo de Sol, en su designación completa.

Admito que el nombre puede resultar un poco blando, tal vez algo soso en su laconismo, pese a que arrastra indudables sugerencias reposteriles (“La Mallorquina” no anda lejos).

Pero hay unas cuantas razones de diverso pelaje para justificar la propuesta. Las anoto.

Visual. La apariencia de las dos cúpulas que forman el templete de acceso al vestíbulo de la nueva estación, aunque disímiles, sugiere sin necesidad de forzar mucho la imaginación la forma de una lazada, tal vez trazada con la impericia con que la anudaría un niño en sus zapatos nuevos, o como aparece en las pajaritas con que suele exhibirse Fernando Arrabal.

Semántica. La palabra “lazo” designa con exactitud la función para que la nueva infraestructura ha sido ideada: servir de punto de enlace rápido, en sólo tres minutos y a través del llamado «Túnel de la Risa», entre las estaciones de Chamartín y Atocha, y en consecuencia, entre el Ave y la red de transporte metropolitano.

Práctica. Es un nombre corto y fácil de recordar «Nos vemos en El Lazo», «Quedamos en (el) Lazo», «En el Lazo, a las cuatro»… Además soporta bien, e incluso impulsa, variantes de pronunciación acordes a las distintas hablas y peculiaridades de la actual ciudadanía madrileña, tan rica y variopinta: «El laso», «Er lazo», «Ej lasso»... Hasta admite piruetas al gusto castizo: «¡La lazá!» Y una contracción sabrosa: «El Sol-azo»…

Heráldico-cabalístico-festiva. Un lazo contiene la imagen de una madeja, viñeta de gran valor heráldico y que además dibuja el símbolo del infinito (condición peculiar de Madrid donde las haya), amén de estar formado por la conjunción de dos ceros, lo que cobra un especial valor al situarse la obra justo al lado del km O del que parten todas la carreteras del país, en un espacio donde cada fin de año los cuerpos se enlazan en festiva danza para celebrar que al año viejo le sucede el nuevo, otro enlace (admito que la última deriva está un poco traída por los pelos, pero es que precisamente por eso a la ocasión la pintan calva).

Desiderativa (aunque ilusoria). ¿Se imaginan que este lazo anudara adornándolo el paquete en el que un Madrid ya definitivamente acabado y con todos sus tesoros a buen recaudo nos fuera por fin regalado (devuelto) a los madrileños y a todos los visitantes? (Fin del sueño.)

Como se ve, explicaciones no faltan.

Sin embargo, he de confesar que la razón que me parece más poderosa es fruto de la música del azar. La contiene de forma tan clara la crónica de El País cuya lectura me ha sugerido estas líneas que, como suele suceder con los mayores secretos, corría el riesgo de pasar inadvertida. Y es que, en efecto, ahí está brillando, como una perla en el centro de una concha (¡ostras, otra idea!), el nombre propio, todo un verdadero ready-made verbal listo para su uso.

Ya veremos lo que nos depara el futuro y en qué queda el nombre de la cosa. En estos casos suele ser la voz del pueblo la que dice la última palabra.

lunes, 22 de junio de 2009

Los años del Johnny


Entre los años 1974 y 1976, durante dos cursos, fui colegial del Colegio Mayor San Juan Evangelista de Madrid, el popular Johnny cuya pervivencia, tras 43 años de ininterrumpida presencia en la vida universitaria y cultural del país, está ahora amenazada, tal como han puesto de relieve estos días numerosos medios.
Nunca podré olvidar la rica experiencia que me aportó vivir en este colegio, que en muchos aspectos fue para mí un auténtico centro de iniciación cultural y vital: al cine, al teatro, a la música, a la convivencia, a la actividad de grupo con acento civil, plural y democrático (suena a obviedad política, pero entonces era una peligrosa reivindicación). Sé, además, que ha seguido desempeñando un papel similar para las sucesivas generaciones de estudiantes que han pasado por sus escuetas dependencias. Y por todas partes hay testimonios, y muy cualificados, de la importancia que el Johnny ha tenido a lo largo de estos años como foco cultural y, de forma notable, como lugar de referencia para el jazz, el flamenco y otros géneros a través de su afamado Club de Música y Jazz, cuyo alma máter ha sido siempre Alejandro Reyes.
Hoy resulta difícil hacerse una idea precisa de lo que un lugar abierto y libre –aunque muchas veces lo fuera de forma clandestina– como el San Juan podía suponer en la España efervescente pero todavía dictatorial, gris e incluso aterrorizada del último franquismo y los años confusos de la pretransición. Para muchos jóvenes de entonces (y sin duda más para quienes veníamos de provincias), la experiencia de vivir en lugares como el Johnny resultó decisiva. Varios de estos colegios, incluso por encima del papel de las Facultades universitarias, fueron los verdaderos foros académicos que nos permitieron ampliar nuestra sensibilidad en todos los sentidos, la palanca del despertar de inquietudes, incluso la pista de despegue del camino profesional y vital seguido después.
El Johnny que recuerdo fue un lugar en el que floreció un espíritu de convivencia no carente de sombras pero inolvidable y de veras educativo, apasionadamente polémico muchas veces, siempre plural y enriquecedor. Cómo olvidar las maratonianas asambleas nocturnas de aquellos años, con su cariz político inevitable, pero en las que se discutía de todo lo discutible a lo largo de un larguísimo viaje que podía iniciarse con los fenicios (o sea, en el mismo bar), continuar en las Cortes de Cádiz (el elemento andaluz siempre tuvo un especial predicamento) y, tras recalar en la URSS postestalinista o en la China de Mao, saltar a los campos de Vietnam arrasados por el napalm, tal vez demorarse un poco en espacios nórdicos de posible entendimiento (Suecia como ejemplo fiable de la socialdemocracia), al tiempo que, de cara al objetivo compartido por todos (derribar la dictadura), no se perdía de vista que al otro lado de los Pirineos, además de Perpiñán y sus últimos tangos, estaban París y la aún reciente explosión juvenil de Mayo del 68 que nos había provisto de eslóganes imaginativos, un horizonte libertario... y muchas lecturas farragosas.
Tampoco se olvidan las ocasiones en que la policía, con sus acongojantes lecheras enrejadas, cercaba el colegio y nos desalojaba por la fuerza y sin contemplaciones, en calculadas medidas represivas que a todas luces eran un escarmiento ejemplarizante contra las protestas universitarias. En uno de aquellos asaltos viví escenas que, junto con algunas otras soportadas a las puertas de la Facultad de Ciencias de la Información, forman parte de mi memoria personal de la brutalidad.
Pero lo que recuerdo con mayor viveza es la frenética actividad cultural. En mis años del Johnny –que no fueron solo los que allí viví como colegial, pues seguí acudiendo a las actividades durante algún tiempo– pude descubrir, muchas veces también en maratónicas sesiones sin horario, una parte importante del cine que sigo valorando (aunque con excepciones que hoy me huelen más bien a cuerno quemado): Pasolini y el neorrealismo italiano, Truffaut y Louis Malle (más que Godard) y la nouvelle vague francesa, o cinema novo brasileiro, el free cinema británico, los grandes maestros rusos, el cine independiente de USA, Bergman, los musicales de los Who…, sin olvidar algunas joyas del cine mudo, a los Marx, ni a Buñuel o Víctor Erice, tan deslumbrante desde su primera película.
Pude ver (y en parte contribuí a organizar, en sus aspectos meramente prácticos, como miembro de infantería de la comisión de teatro) los estrenos de grupos que ya entonces, y acaso más que ahora, se consideraban míticos: Living Theater, Roy Hart, los inolvidables Bread and Puppet con su fascinante combinación de actores y marionetas, La Cuadra, Tábano… Mi afición al género dramático, que años después me llevaría a escribir crítica teatral (para Los Cuadernos del Norte), se consolidó entonces. Pude escuchar a grupos musicales como Gwendal, Quilapayún, Triana… Asistí a estrenos de música vanguardista comprometida como el Gaudium et Spes-Beúnza que Cristóbal Halffter dedicó al primer objetor de conciencia, o los atonalismos (de difícil apreciación para mi oído) del grupo Koan.
Lamentablemente, no estuve presente en ninguno de los legendarios recitales de Camarón (entre ellos el que sería el último), pero sí pude asistir a reuniones flamencas inolvidables al lado de mi colega Virgilio Pérez-Clotet, rondeño cabal, que hacía honor a su nombre en los para mí muy desconocidos territorios del jondo. Aún recuerdo su enfado por la escasa asistencia de público a un recital de Bernarda y Fernanda de Utrera, dos cantaoras que ya por entonces eran una leyenda viva del cante. Asimismo, entré por primera vez en contacto con el mundo del jazz, con el pianista Tete Montoliu como principal guía de emociones (algunos sostienen que los conciertos del pianista ciego en el San Juan han sido lo más relevante de toda la historia musical del centro).
En las ascéticas habitaciones del Johnny mantuve algunas de las conversaciones sobre literatura más apasionadas, largas (podían durar días), enrevesadas e ingenuas que recuerdo. Junto con el poeta Ángel Sánchez Pascual –que ganó el premio Adonais de 1975, en la misma convocatoria en que me concedieron un accésit: no creo que haya vuelto a repetirse la azarosa circunstancia de que dos galardonados del mismo año en este premio vivieran bajo el mismo techo–, organizamos un Aula de Poesía que logró cierta audiencia. También en el San Juan tuve la fortuna de hablar por primera vez con el poeta Claudio Rodríguez. Y, años después, ya como ex colegial, oí explicar a José Ángel Valente su comprensión –comunión sería palabra apropiada– del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz y le vi (o creí verlo) alzarse un palmo sobre el suelo cuando concluía su intensa evocación «a vista de las aguas».
Algunos de mis amigos siguen siendo los que conocí en el Johnny en esos años. Con otros muchos he ido perdiendo el contacto, pero el recuerdo sigue vivo y emerge a poco que se produzcan circunstancias favorables.
Ahora, por razones confusamente explicadas (la necesidad de remozamiento del edificio), sobre la supervivencia del Johnny pesa una grave amenaza. Hay motivos para sospechar que detrás de la decisión puede esconderse el mismo tipo de intereses especulativos que se han llevado por delante algunos de nuestros mejores paisajes litorales o rincones urbanos con los que ya solo podemos fantasear. Alzar la voz contra estas oscuras maniobras, uniéndome a la marea que se ha levantado por todas partes y que sigue creciendo, es para mí, además de un deber ineludible con la memoria cultural, lo más parecido, sentimentalmente, a un acto de legítima defensa.
Así que, sin desesperar de que en verdad sirva para algo, me uno al grito común: ¡El Johnny no se cierra!

viernes, 19 de junio de 2009

Atmósferas de junio





Se acerca a grandes pasos la noche de San Juan y los días comienzan a alargarse con una luz que parece recién hecha.
Es un tiempo que incita a sostener la naturaleza atmosférica de las emociones. A prolongar las idas y venidas por la marea de los sentimientos y sus múltiples coartadas. A percibir el peso solar de los recuerdos que, como surcos en el rostro o anillos en el corazón del árbol, van dibujando la geografía de nuestra memoria, un laberinto interior en el que tantas veces nos perdemos y cuyo trazado es todo lo que somos.
Llega el momento de vivir a la intemperie.
Entre el dentro y el afuera hay una sutil trama de pistas transitables por las que solemos aventurarnos con mayor o menor audacia, con paso atropellado o con la calma que hemos ido aprendiendo a cultivar como un rara flor.
Entre el dentro y las afueras están siempre los otros, su calidez, tibieza o frialdad, el placer interminable de la conversación, la invitación al cuerpo y a la fiesta, la garra del dolor, el día ya previsto, los fantasmas…
Y también está la música.
La música es un lenguaje capaz de decir mucho más de lo que dice. Es el vehículo que puede transportarnos al fondo de las historias más queridas, al baluarte del sueño a plena luz, y a lugares o derivas en los que nunca hemos estado, que acaso nunca veremos o que quizás no existan, pero que son vitales porque de ellos brotan los acordes capaces de seguir incorporando nuestra conciencia al mundo.
La música de junio está en la atmósfera.
O incluso más allá.

Lo que suena en este vídeo de YouTube son los acordes espaciales de Stratosfear, del grupo alemán Tangerine Dream, la primera pieza que recuerdo haber escuchado de lo que por entonces, segunda mitad de los 70 del siglo pasado, llamábamos, no sé si con mucha precisión, «rock progresivo» (hoy me parece que está más cerca de la estética new age). Solía sonar mientras fumábamos moderadas dosis de costo malasañero, de ahí que la melodía, pese al tiempo transcurrido, aún parezca inundar de un inconfudible aroma el rincón de la Posada donde ahora la oigo.

martes, 16 de junio de 2009

O Bloomsday


Dedalus en Compostela (La Coruña, 1994)

Evocación de James Joyce desde Galicia
En este martes 16 de junio tenía previsto escribir unas líneas sobre el Bloomsday, esa celebración que los dublineses dedican al itinerario que Leopold Bloom realiza en el Ulysses, la particular y revolucionaria lectura que James Joyce hizo de la Odisea (y de buena parte de los clichés de la cultura occidental). Pero al abrir el correo y entrar en el diario enlace que recibo de La Región de Ourense, me encuentro con este texto de Juan Tallón que me parece digno de ser repercutido a través de este tamtan tribal (o tantán, si se prefiere la jerga marinera) que es internet.
Hay que felicitar al autor por su minuciosa recopilación de pistas que, a modo de teselas, configuran un precioso mosaico repleto de motivos para festejar el Bloomsday. Por escribir desde donde escribe, Tallón trae también al primer plano A Esmorga, la singular novela auriense de Eduardo Blanco Amor que puede con justicia ser considerada una especie de Ulises gallego, y de cuya publicación (1959) se cumple este año el cincuentenario.
La comparecencia está además bien justificada pues no en vano fue el gallego el primer idioma peninsular al que se tradujeron amplios fragmentos de la gran obra joycena, en fecha tan temprana como 1926 (cuatro años después de la edición original). La hazaña fue obra de la sabia mano de Ramón Otero Pedrayo y vio la luz en la revista Nós.
El artículo de Tallón alude también al recorrido bohemio que cada mes de marzo se celebra en Madrid siguiendo los escenarios que Max Estrella recorre en Luces de Bohemia, un evocador homenaje a la memoria de Valle-Inclán, sin duda el más importante autor gallego del siglo xx, aunque su principal vehículo expresivo fuera el castellano, o por ser más preciso, esa lengua tan personal, rica y muchas veces inventada (“encontrada gracias a un poderoso instinto artístico”) que el autor de Tirano Banderas empleó en sus obras.
Con estas tres personalidades como telón de fondo, el artículo de La Región traza un sugerente itinerario por la narrativa del siglo xx y extrae conclusiones, acaso discutibles en este o aquel punto, pero logrando dibujar un panorama muy rico y bien trabado. Y es que la grandeza de muchas de las obras que Tallón concita en su artículo estriba en que, aparte de llevar a cabo una contracción temporal (el tiempo reducido a unas pocas horas), también operan una especie de concentración expresiva del espacio: todo el mundo es nuestro mundo; y más aún, una amplificación nada ilusoria de la conciencia: cualquier hombre o mujer es toda la humanidad (cifra de la multiforme identidad humana).
Trabajos periodísticos como éste pudiera parecer que estén fuera de la urgencia noticiosa del día (con tanta correa de transmisión presuntamente corrupta apretando por todas partes). Pero si bien se mira son la ineludible sustancia de lo que realmente está ocurriendo ahora en cualquier parte del mundo, es decir aquí mismo. Ulises sigue viviendo sus luces de bohemia en una peripecia humana, ebria y atropellada (esmorga puede traducirse como "parranda", "farra" o "francahela"), pero también lúcida, que nos contiene a todos. Valle, Joyce y Blanco Amor, reunidos en el lugar sin tiempo y en un tiempo que lo ocupa todo. Un motivo permanente de celebración (la de estar vivos). Y en la mejor compañía.

lunes, 15 de junio de 2009

Brotes ver(e)des


No deja de asombrarme el éxito que alcanzan muchas expresiones nacidas al calor de la política, aunque por lo común estén llenas de aire y su función evidente sea la de servir como balones de oxígeno. Desde hace ya unas semanas se viene extendiendo como una murga por tertulias y diarios, mentideros y cibercorros, lo de los brotes verdes, esos supuestos síntomas de mejoría de la situación económica que ciertos ojos avisados (aunque también especialmente concernidos) parece que han descubierto, si bien para el común de los mortales, incluidos los tenaces buscadores de trufas, apenas son otra cosa, en el mejor de los casos, que un deseo de respiro, la ilusión de un poco de sosiego, incluso inventado, tras tantos sustos y sobresaltos.
El poder (todo poder pero el político por antonomasia) sabe bien que la batalla que no puede permitirse perder es la de imponer y controlar las palabras que definen una situación, el tópico básico acerca de lo que pasa. Nacen así eslóganes y expresiones que, sobre todo en tiempos de crisis (y cuáles no lo son), tienden a desempeñar una función terapéutica o balsámica para, como se suele decir, capear el temporal y mantenerse al pairo, a la espera de que amaine la tempestad.
No sé si estos “brotes verdes” que algunos dicen ver, e incluso rozar con la yema de los dedos, existen o no. También desconozco si acabarán en fronda o en espejismo. De lo que estoy seguro es de que, mientras la situación crítica dure (y parece que va a durar), veremos “más brotes y más verdes” en forma de nuevas acuñaciones verbales (no todo va a ser masa monetaria) capaces de mantener un ápice de ilusión y el imprescindible caudal de paciencia en los cada vez más escépticos ciudadanos.
Imagen by Miranda 1104

martes, 9 de junio de 2009

Dos notas

De la A de Alejandro Rossi... Se fue mayo pero no su estela fúnebre. Ayer se conocía la noticia de la muerte del escritor florentino-mexicano Alejandro Rossi. Su Manual del distraído (el único libro que hasta ahora he leído de él) es una de esas raras obras inagotables de las que siempre puede extraerse un instante de lucidez: textos cortos –en cierto modo, un blog avant-les-blogs y sobre papel impreso–, contundentes o ligeros, filosóficos o narrativos, y que muchas veces poseen la perfección de las jugadas maestras.

***

... a la Z de zarzuela. Por respeto artístico y justicia castiza, más que por mera afinidad nominal, me parece necesario, preventivamente, salir en «defensa» de Miguel Ramos Carrión. El dramaturgo y periodista zamorano, autor de libretos de zarzuelas tan significativas como Agua, azucarillos y aguardiente (entre otras obras), corre el riesgo de convertirse en una “víctima colateral” del fuego cruzado en la polémica surgida tras la muerte de Benedetti y los –a mi juicio, malinterpretados y peor respondidos (con insultos)– comentarios de Gamoneda. Un episodio más, y no será el último, del secular enfrentamiento entre las (dos) tribus poéticas hispanas, de las que es bien conocida su tendencia algo baconiana al despellejamiento, y que en esta ocasión se ha movido entre lo inoportuno y lo inaceptable, tal como ha señalado con ponderación Manuel Rico. Escaramuzas tan banales y disparatadas como en el fondo divertidas y hasta eficaces (si no fuera el exceso de bilis), ya que suelen atraer hacia el mundo de lo poético y sus aledaños (más hacia éstos que sobre aquél, es verdad) una atención inusitada... e incluso repercuten en la venta de al menos docena y media más de poemarios (pues en el fondo no de otra cosa se trata, junto con la pura y dura lucha por el poder y sus pesebres).

El caso es que, para homenajear al escritor uruguayo, algunos no han tenido mejor ocurrencia que sugerirle al alcalde Gallardón que le sea puesto el nombre de Benedetti a la calle del barrio de Prosperidad en que el novelista y poeta vivió durante sus últimos años en Madrid. Esa calle, situada a tiro de piedra del emplazamiento real de esta Posada, es la que ahora lleva, precisamente, el nombre de Ramos Carrión, autor que, si bien algo olvidado por la ingratitud del tiempo, no es ningún «mindundi» (y ni siquiera un poeta hermético), como podría deducirse de la ligereza de la propuesta. No digo que Benedetti no merezca una calle. Ni siquiera lo pienso. Aunque tengo una clara opinión sobre cuál es el mejor reconocimiento a un escritor, si por mí fuera incluso le reservaría una amplia avenida... (y otra a Gamoneda, claro, para dentro de muchos años, si el homenaje hubiera de tener carácter póstumo).

No obstante, si la incorporación al callejero se considerara finalmente el tributo idóneo para homenajear al que acaso sea, ahora mismo, el más popular de los poetas del ámbito hispánico, ¿no habrá disponible en Madrid alguna vía urbana que no conlleve perpetrar una afrenta contra uno de los “genios del lugar”? Estoy seguro de que al propio Mario Orlando Hamlet Hardy Brenno Benedetti Farrugia, que también luchó por liberarse de los nombres superfluos (y lo consiguió, al menos en el registro civil), la sugerencia le hubiera parecido una desproporción.

domingo, 7 de junio de 2009

Motos, como su nombre indica


De todo el papel prensa leído u hojeado a lo largo del fin de semana (sigo siendo fiel al kiosko) destaco por encima de todo lo demás el relato autobiográfico de Pablo Motos que en el suplemento de El País firma JJ Millás, en su intermitente sección «Vidas al límite». Me parece una muy notable pieza de novela picaresca, con ritmo vibrante, humor entero, credibilidad dramática y altas dosis de sinceridad (que no considero en sí misma un valor literario, pero que cuando está presente y no es impostada ni autocompasiva, se agradece mucho).
Hay algunos momentos del relato-entrevista (la escena del trastero y la bicicleta, los descubrimientos de los diccionarios, la decisión laboral del padre, el intento de venganza del ático, la experiencia gimnástica…) que lo dejan a uno literalmente clavado al sillón, avanzando por entrelíneas casi sin respirar, ganado por la viveza de las palabras y el encadenamiento de las peripecias, a cuál más intensa. En fin, un verdadero disfrute que se inicia con un arranque memorable:
«Pedí a Pablo Motos que me contara su vida y el resultado fue estremecedor. Yo –dijo– era un niño hiperactivo sin diagnosticar. Me pasaba la vida intentando hacer algo malo…»
No soy seguidor de El hormiguero, el programa televisivo de Pablo Motos en Cuatro, aunque sé quiénes son Trancas y Barrancas (esos héroes del refranero refractarios a cualquier insecticida) y a veces he buscado en YouTube algunos fragmentos de entrevistas o escenas de Flipy, el científico loco cuya gestualidad es un prodigio natural. Escuché con mayor frecuencia las emisiones matinales de No somos nadie en M80, el programa radiofónico dirigido por Motos en cuya sintonía siempre esperaba oír la voz de mi conmilitón Juan Herrera Salazar, con quien compartí el escaso ardor guerrero y muchos ratos de conversación en la furrielería de la Escuadrilla de Instrucción de la Base Aérea de los Llanos (decirlo así, todo seguido, todavía es un trauma).
Precisamente, Juan Herrera, cuya inventiva humorística potenciada por un peculiar genio verbal ha contribuido al éxito de Motos en la última década, se quejaba hace unos días, en carta-aclaración al director de El País, del injusto retrato de que «su jefe» había sido objeto en una sección del periódico donde se le presentaba como una especie de advenedizo banal, amén de «vigoréxico… y hortera de relojería». No sé si el texto que ahora Millás nos ofrece, supongo que transcribiendo y organizando las notas (o grabaciones) de una entrevista, hace justicia o no a la persona. Pero el personaje que de esas líneas emerge estoy seguro de que habrá hecho feliz a muchos lectores. Además de darle algo más que la razón a Juan Herrera.