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El Greco: Una fábula, h. 1580. Museo del Prado, Madrid. |
Nos habíamos acostumbrado a que casi todo maridara con casi todo, a que las cosas no pudieran ser de otra manera, a la milonga del gen ganador, la memez del cordón sanitario, el runrún de los que lo ponen todo negro sobre blanco, la simpleza de los que no salen de su zona de confort, la pesadez de quienes no cesan de poner en valor, los que reiteran los nexos de unión, quienes tiran a todo trapo de talento, tienen la cabeza muy bien amueblada o dan excusas de mal pagador, sin olvidar a los del no ya lo tengo y los del aún más cansino ¡pésimo, no, lo siguiente!, todo ello después de años y años de estar aguantando los en base a y los a nivel de a diestro y siniestro... total. Pero las cosas empezaron a torcerse de verdad cuando aquel caballerete se presentó ante nosotros como «gestor de emociones», y no hubo rincón donde poner los ojos que no fuera pasto de la tontuna.
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