Se cumplen hoy 10 años, ya, de la muerte de Umbral, probablemente el primero, el más dotado y el más famoso de los grandes columnistas que ha dado el periodismo español en el último medio siglo. Tal vez, también, el último dinosaurio precibernético que de verdad, al despertarse uno, siempre estaba allí, encaramado en su columna, a menudo la misma, y siempre repleta de una sed de literatura y brillo que no dudaba en llevarse por delante la vida —preferiblemente, de los otros, aunque también la propia—, si fuera menester.
Dicen algunos de sus admiradores —como el diablo, somos legión— que su obra aún permanece viva y vigente. Puede ser, aunque lo dudo. Yo vuelvo con placer a alguno de sus libros. Y descubro, también con entusiasmo, páginas que desconocía, como unas excelentes cartas a España, su mujer, de las que ya me hice eco por acá o por allá.
En todo caso, me parece que aún es pronto para indagar en la presunta inmortalidad de un ser que, parafraseando lo que Paz dijo de Pessoa, tal vez siempre se quedó en el Umbral de sí mismo, mortalmente enfermo de impostura, y haciendo de ella una monumental obra de arte minada en sus cimientos por lo que Juan Benet —otro testigo— definió con precisión de constructor de mundos: la avilantez. Diez años sin Umbral. Quizás sean aún pocos para echarle de menos.