Hay palabras que nos eligen. No sabemos por qué. Pero un buen día se nos aparecen, toman posesión de nuestros gustos, se nos imponen como título de un libro, incluso como santo y seña para denominar alguna empresa, qué sé yo... Y se quedan a nuestro lado con un punto de familiaridad tal, que a veces llegan a confundirse con nuestros nombres más queridos.
Incluso —fascinantes— pueden producirnos la ilusión de que son de nuestra propiedad, como si su existencia tuviera algo o mucho que ver con nuestra propia vida.
Incluso —fascinantes— pueden producirnos la ilusión de que son de nuestra propiedad, como si su existencia tuviera algo o mucho que ver con nuestra propia vida.
Desde hace bastante tiempo —pongamos cuatro décadas—, una de esas palabras para mí es «Territorio» (a menudo con versal inicial, pero también sin ella).
Leo ahora en Babelia que es el título elegido para sus memorias por Miguel Sáenz, el gran traductor y académico, en cuyo aspecto físico siempre he visto cierto aire de profesor de yoga o, mejor, de maestro zen, con esa mezcla de intensidad y paciencia que cabe suponerle a quien está acostumbrado a entablar combates con las realidades verbales en primera línea de juego. Es decir, en el territorio en que, tanto o más que el físico y geográfico, vivimos: el del lenguaje. Y, también, a renglón seguido, el de la «escritura», este territorio de gestos fugitivos con el que pretendemos descifrar el mundo. O, al menos, tratar de hacerlo menos salvaje e inhóspito.
La coincidencia, trenzada con otra que no me entretendré en relatar ahora, me ha alegrado la tarde. Y me ha despertado un vivo deseo de leer esa obra.
Leo ahora en Babelia que es el título elegido para sus memorias por Miguel Sáenz, el gran traductor y académico, en cuyo aspecto físico siempre he visto cierto aire de profesor de yoga o, mejor, de maestro zen, con esa mezcla de intensidad y paciencia que cabe suponerle a quien está acostumbrado a entablar combates con las realidades verbales en primera línea de juego. Es decir, en el territorio en que, tanto o más que el físico y geográfico, vivimos: el del lenguaje. Y, también, a renglón seguido, el de la «escritura», este territorio de gestos fugitivos con el que pretendemos descifrar el mundo. O, al menos, tratar de hacerlo menos salvaje e inhóspito.
La coincidencia, trenzada con otra que no me entretendré en relatar ahora, me ha alegrado la tarde. Y me ha despertado un vivo deseo de leer esa obra.