Que esta crisis es grave ya no lo duda nadie. Que, por muy increíble que parezca, está llegando a extremos impensables que aún nos cuesta trabajo asimilar, tampoco. Se hacen muchas cábalas sobre hasta qué gruta de nuestra historia nos va retrotraer el descenso en picado de todos los baremos del bienestar social. Y se describen, con mucho patetismo y hasta pornografía, algunas situaciones de verdad espeluznantes.
La casualidad tampoco nos da tregua. Un azar que cualquiera diría que para ser azar parece endemoniado hizo que el jueves día 2 se produjeran, de forma casi simultánea, tres caídas de peso: la
caída del rey, la de la
gran bandera que ondea en la plaza de Colón de Madrid (la más grande del país: 21 x 14 metros) y la caída (recaída tras rebote tras caída tras mamoneo) de la Bolsa.
Sin embargo, con ser tantos los síntomas y tan malos los símbolos, me parece que nada tiene tanto poder de evocar el retroceso enorme hacia el que nos precipitamos como el hecho, en apariencia banal pero a mi entender tristísimo, de que se haya vuelto a poner de moda y esté ya en pleno uso una palabra:
fiambrera. Y, lo que es peor, asociada a la comida de los escolares, que por lo que se
anuncia volverán a utilizar este artilugio (¡pero
pagando, nen, que la
carmanyola no guisa sola!), veremos con qué resultados pedagógicos, por no mentar los pandémicos.
Naturalmente, el problema no es la fiambrera en sí, cacharro por el que incluso es posible sentir simpatía y hasta agradecimiento. Pero es que su regreso certifica lo que nos espera a la vuelta del camino, lo que ya está aquí: una educación de fiambrera, una sanidad de fiambres.
Arriba, la conocida imagen de un grupo de obreros almorzando, durante la construcción de un rascacielos del Rockefeller Center de Nueva York, en 1932. Foto de Charles C. Ebbets.