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Luis García Berlanga: señal de partida. Foto Cordon Presss. |
Estaba cantado que tras la salida de escena de Manuel Alexandre, uno de sus actores habituales, Luis García Berlanga no tardaría en seguir la veredita por la que ya casi todos los cineastas y actores de su generación se han encaminado hacia una mayor o menor gloria póstuma. Eso sí, después de habernos hecho disfrutar de muchos de los mejores momentos que le debemos a la gran pantalla y a la imaginación, lo que a estas alturas es como decir a la vida en general, ya casi pura ficción ella también... si es que alguna vez ha sido otra cosa.
Pero aunque lo previsible se cumpla, y más aún porque se cumple, no deja de resultar desconcertante, amén de ominoso, que la visita de la vieja dama una a lo inexcusable de su llegada la crueldad de su reiteración. El propio Berlanga lo dejó dicho en una de sus últimas declaraciones con su habitual franqueza dialéctica: «El dolor me jode, pero morirme me jode más». La cabronada esa de la muerte.
Berlanga, junto con Buñuel y Bardem, es la otra gran B de las muchas "bes" grandes con que se escribe el cine español. Como muchos críticos han puesto de relieve, sus logros dentro de lo que suele denominarse la tragicomedia hispana no tienen parangón. Así lo demuestran la fundacional y ya archisobada
Bienvenido Míster Marshall (1953), y sobre todo esas «dos auténticas cimas del séptimo arte» (
Navajo dixit) que son
Plácido (1961) y
El verdugo (1963), joyas blanquinegras cuyo extraordinario fulgor es literalmente inagotable (la sabiduría 'erratil' quería que el adjetivo fuera «inagitable»; quede constancia). En estas obras, vida y muerte se dan la mano desde una mirada tan crítica como compasiva y reveladora de la profunda verdad que esconde el tópico tantas veces reiterado en su cine : «No somos nadie».
Igualmente destacable, aunque su mérito artístico sea de otro orden, me parece la trilogía del Marqués de Leguineche, y en especial sus dos primeros títulos,
La escopeta nacional (1978) y
Patrimonio nacional (1981)
, tan útiles aún para entender de dónde provienen ciertos atavismos patrios que parecen decididos a seguir dando la matraca hasta el final de los tiempos.
Y algo parecido puede decirse de numerosas escenas de
La vaquilla (1985), o de algunos fragmentos explosivos de obras posteriores como
Moros y cristianos (1987),
Todos a la cárcel (1993)
y París Tombuctú (1999)
, en las que lo "explosivo" tiene un significado estrictamente fallero no inapropiado en un director valenciano.
Entre tantas secuencias y, sobre todo, planos-secuencia memorables del cine de Berlanga, rescato estos dos momentos de
Patrimonio nacional (1981), tal como los he encontrado en YouTube.
El primero me parece adecuado digamos que por sus claras alusiones al momento y por la gestualidad decepcionada del marqués (Luis Escobar) en la escena del helicóptero. Y el segundo, por el gran Luis Ciges, uno de mis actores preferidos, único e inimitable en cada una de sus intervenciones. Calculo que habré visto veintitantas veces la descomunal metáfora del palo de billar y nunca he podido resistir la risa convulsa. Ambas escenas, además, tienen el añadido genial, tan propiamente berlanguiano, de que quienes caricaturizan con tanto vigor a la desopilante aristocracia española son en verdad aristócratas. O sea, realismo puro. Puro Berlanga.
Un subrayado final para amantes de curiosidades cinéfilas: el villancico que suena en la segunda escena de
Patrimonio nacional es el mismo que se oye al
final de Plácido: «Madre, a la puerta hay un niño».