Ilustración de Javier Serrano. |
No se sabía a ciencia cierta cuándo había llegado allí ni de dónde procedía. Los pocos que hablaban de él lo llamaban Baldomero, pero no tenían ninguna seguridad de que ese fuera su nombre. Al parecer, habitaba en las ruinas del viejo molino, en el tramo más arriscado del arroyo, traspasado el Souto do Crego, y era un completo misterio de qué se alimentaba o en qué entretenía el pormenor de sus horas. Nunca se supo de nadie que hubiera intercambiado con él una palabra. De hecho, para la mayoría de los parroquianos, o al menos para una parte nada desdeñable de ellos, era poco más que una invención o una leyenda. Y así hubiera transcurrido su vida al borde de la inexistencia de no ser por una curiosa costumbre, manía o apetencia suya. Algunos días al caer la tarde, Baldomero, que tenía facultades nada comunes e incluso de cariz extraordinario, era dado a emprender un vuelo por los cielos circundantes de la aldea, y más de una vez se le había visto cruzando parsimoniosamente por entre las chimeneas de las casas, aunque casi siempre de modo fugaz y a menudo aprovechando la hora de encendido de las cocinas económicas que, como es sabido, basan su reducido coste en una exagerada producción de humos, de modo tal que en los momentos de concentración de su actividad toda la aldea se envolvía en una nube oscura, densa y persistente, que apenas permitía distinguir otras cosas que el bulto de la torre de la iglesia, la cúpula dorada de la antigua fábrica de vidrio y lozafina —único vestigio del pasado esplendor del lugar— y algunas veletas que por estar fabricadas de un metal repelente al hollín y sus secuelas aparecían punteando las alturas como boyas sobre un mar de niebla. Algunos, no se sabe con qué fundamentos, afirman que de ese modo fisgón Baldomero podía estar al tanto de todo lo que ocurría en las casas de sus vecinos e incluso hay quien sostiene, sin duda con gran osadía, que de esos conocimientos de la privacidad ajena sacaba no poco beneficio y puede que hasta un botín caudaloso que le permitía vivir cómodamente y, lo que es más excepcional, a salvo por completo de la insaciable curiosidad del prójimo.
(LUN, 345 ~ «Los figurantes de Javier Serrano», XIX)