Georges-Pierre Seurat: Le Cirque, 1891. Musée d'Orsay, París. |
«Esto se acaba», le oí decir al portero del inmueble donde habíamos pasado tantas horas divertidas y mixtas, a mitad de camino entre la pura diversión y el asombro. «El juego de la vida —continuó por su cuenta y riesgo, como suele decirse— se parece a esta casa: hay inquilinos para todos los gustos y no es extraño que ocurran las cosas más inesperadas». Y como para hacerme una antepenúltima demostración de la verosimilitud de sus palabras me invitó a fijarme con detalle en ‘Los melanesios que hacían gimnasia con un disco de Haendel’, artistas en verdad azombrosos, aunque según pude saber después por boca de ellos mismos, gentes tan sensibles como humildes, todas sus posibles virtudes escénicas las daban por bien empleadas por el disfrute del inmenso honor que les suponía ser los teloneros de un artista tan genial como ‘El joven acróbata que no quiso dejar nunca más su trapecio’. «En el juego de la vida —concluyó el portero— no hay mayor virtud que la de saber en cada momento cuál es la vaina de uno y a qué carta quedarse». A estas alturas, yo ya tenía claro que estaba asistiendo al mayor espectáculo del Núñ Fu, que es como mi vigilante IA suele llamar al mundo en que vivimos.