(Al filo de los días). Em la tarde del domingo 25 de abril (2021) falleció, a causa de la
Covid-19 y tras largos meses de hospitalización, nuestro gran amigo el poeta
madrileño Pedro Tenorio (1953). Afincado desde hace años en Talavera de la
Reina, su muerte, a los 68 años, ha causado una gran tristeza y conmoción en la
ciudad donde pasó la mayor parte de su vida y entre quienes, allí y en otros
escenarios, a lo largo de casi cuatro décadas compartimos con él horas,
ilusiones, pasiones, luchas y palabras.
Pedro, que llevaba en su nombre y apellido una estela
patronímica muy notable de la historia de España —asunto sobre el que a menudo
bromeábamos y que fue incluso acicate de un proyecto narrativo suyo— ha sido
sobre todo un hombre de palabra, seducido por la poesía, profesor y estudioso
de la literatura y su didáctica, amante del arte y persona con una gran
conciencia civil. Su labor como divulgador e incitador cultural, tanto desde su
puesto de profesor de literatura como desde muchas otras actividades, es bien
conocida y valorada en la ciudad del Tajo. Como poeta, su nombre trascendió las
fronteras locales y logró, a través de sus publicaciones y premios, ciertos
reconocimientos valiosos.
Su primer libro de poemas, Muertos para una exposición (1983), que
obtuvo un accésit en el premio Rafael Morales, es una obra exigente y original,
una indagación en las posibilidades de la palabra poética como recreadora del
mundo, de un modo similar al que permiten la pintura, sus técnicas y principios. Junto a una suerte de tratado minimalista de estética y metapoética, también
aporta un acercamiento filosófico a las “figuraciones” del lenguaje; es decir,
a su efectivo poder de “crear realidad”. «Los versos más antiguos / empiezan en el
monte de heno helado / donde se desnudaban las muchachas», dice uno de sus
poemas (cito de memoria).
Ese libro fue ocasión de que nos conociéramos e iniciáramos un diálogo que, con
intermitencias y meandros, hemos mantenido hasta no hace mucho, cuando la
enfermedad lo golpeó con dureza. Fue especialmente intenso nuestro trato con
ocasión de la escritura y publicación de la que probablemente sea su obra más
singular, La luz se calla (2013), un poemario dedicado al joven hijo
muerto por propia voluntad, tragedia que marcó la vida del poeta y de la que,
como han hecho a menudo los grandes creadores, Tenorio consiguió extraer la
dolorosa belleza de una elegía llena de lucidez e imágenes inolvidables. Fue un
honor escribir el prólogo y participar en la presentación de ese libro, y fue
un privilegio hablar repetidas veces con el poeta o intercambiar amplia correspondencia
en torno a un núcleo fundamental de su concepción de la poesía, transformada en
este caso en una verdadera tabla de salvación.
Hay en su currículo otras varias obras poéticas, también muy
exigentes: recuerdo en especial el ciclo de Evila, que tuvo diversas
encarnaciones; los poemas de denuncia de la barbaridad bélica contenidos en Los
castigos y las hostilidades (2010, premio Gil de Biedma de Nava de la
Asunción) o el recorrido por diversos registros amoroso a ritmo de jazz de La
piel del agua (2017). Hay que añadir varios manuales y otros materiales didácticos
y diversos artículos e investigaciones emprendidas con gran entusiasmo y
pericia.
Pedro era un hombre tierno, inteligente, culto, gran hablador, meditativo a la
hora de buscar la palabra exacta, polemista que nunca perdía la afabilidad,
aunque tampoco daba fácilmente su brazo a torcer, gran amigo y creador de
círculos de amistad. Recuerdo, entre otras muchos momentos compartidos, algunas
veladas en el patio de la casa de Las Herencias, allí donde el Tajo se
convierte en un río casi italiano y atraviesa un paisaje con ondulaciones
toscanas. O noches de francachela en el Madrid de la Alegre Transición, en
reuniones o “movidas” de amigos; o con ocasión de su memorable actuación en la
Sala Clamores, otras veces al hilo de la presentación de alguno de sus libros.
También estuvimos alguna vez juntos en Hoyo del Manzanares, solar familiar, o
en actos reivindicativos de Talavera en Toledo. Son momentos que se atesoran en
la memoria y de los que siempre emerge la mirada intencionada, llena de humor e
inteligencia, a veces también algo desvalida, de un amigo que nos tenía
ganadas, a partes iguales, la admiración y el afecto.
Muchas de estas últimas ocasiones contaron con la complicidad de Prado Garvín,
la encantadora mujer que llegó a la vida de nuestro amigo en momentos difíciles
y que fue desde entonces, y hasta ayer mismo, la gran cómplice de alma fuerte.
Para ella, junto a la madre (91 años), los hermanos y el resto de la familia de
nuestro querido Pedro, va un gran abrazo. Al amigo, cuya muerte ha acentuado el
agobio y la tristeza de estos tiempos de pérdidas tan dolorosas, lo
recordaremos a menudo.
Que la tierra te sea leve, querido cronopio. Para que vuelvas a sonreír allí
desde donde nos mires, volveré a llamarte «moderno émulo de Pleberio, el del
gran planto», al tiempo que, con mis ojos puestos en las altas Torres Albarranas
de la vieja Eburia, te deseo un buen viaje. Hasta siempre, amigo.